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Archivo mensual: octubre 2011

Reflexiones de país, a una semana de volver de viaje

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Terminó mi mes de vacaciones por USA y quisiera quedarme con el espíritu lleno de las cosas que viví y las pupilas y papilas felices por lo visto y saboreado. Desearía crear como una nube en la cual vivir en el recuerdo de lo vibrante, diverso y energético que es New York, una ciudad donde el asombro nunca descansa, o con la placidez y elegancia de Boston o la Chicago que casi me deja sin pies para disfrutarla al máximo en día y medio con su espectacular urbanismo y arquitectura. Quisiera descansar en el campo sembrado de maíz y sorgo de Indianápolis o perderme en la energía espiritual y artística de De Menil en Houston.
Pero, al terminar el viaje a Estados Unidos, no puedo evitar hacer algunas reflexiones sobre la experiencia y comparar lo vivido con mi cotidianidad en Venezuela.
No voy a entrar en disquisiciones ideológicas ni a hablar de las ventajas o desventajas del capitalismo y del socialismo. Efectivamente, USA tiene muchas cosas que no me gustan como el consumismo desbordado, la frialdad y poca relación afectiva que se siente en el ambiente en el que la atención de la gente apenas alcanza para ellos mismos y para su entorno más íntimo, la excesiva generación de basura en una cultura donde no hay inclinación hacia la reparación. Lo que se dañó se desecha y se compra nuevo. Me molesta también esa manía del americano de hacerlo todo grande, agigantado. Uno no consigue un café «normal», el pequeño es equivalente al doble de uno grande de nosotros, ni un paquete de pechugas de pollo pequeño, un litro de leche o un paquete de tocineta de 200 gramos. Todo es grande y en abundancia, con lo cual sospecho que es mucha la comida que familias cada vez con menos miembros, tienen que botar porque se descompone en la nevera, en un mundo donde hay países en los que la gente muere literalmente de hambre por miles anualmente.
No me gusta ni un poco esa sensación de observado que le genera a uno el sistema. Uno llega a sentirse vigilado, casi que perseguido para que no vaya a cometer alguna infracción.
Pero cuando uno ve la vocación de servicio que hay en Norteamérica no puede menos que sentir envidia. En USA sí se cumple al pie de la letra aquello de que «el cliente siempre tiene la razón» y, por lo general, todos han desarrollado un nivel de conciencia tal que no les permite a los ciudadanos pretender aprovecharse, sacar ventaja o estafar amparados en esa premisa.
No sé en qué se basaron lo gringos para lograr que incluso en ciudades tan grandes como New York, con no sé cuantos millones de habitantes, la gente tenga establecidas unas normas mínimas de convivencia que a los venezolanos nos parecen casi que imposibles de alcanzar. Los conductores no se pasa una luz roja del semáforo, no echan basura a la calle, no roban en los supermercados, respetan el rayado de paso de peatones, saludan al llegar, dan las gracias, piden disculpas, se despiden atentamente, si uno les solicita información están siempre dispuestos a ayudar. Todo con algunas excepciones, por supuesto, pero que no hacen más que confirmar la norma y permitirnos comparar.
A un policía o un funcionario público jamás se le ocurriría intentar sobornar o «matraquear» como decimos en criollo. En casi ninguno de los sitios que visité para comprar cosas se molestaron en pedirme identificación al momento de pagar con tarjeta y los tickets de las maletas en los aeropuertos y autobuses sólo sirven para que uno reclame en caso de extravío o daños; no para demostrar que no estoy cogiendo el equipaje de otro. Nadie lo hace sentir a uno sospechoso en ningún momento, toman mi tarjeta y si pasa sin problemas ellos asumen que es mía sin yo tener que presentar un papel que lo certifique. Igual sucede con el equipaje, no hay a la salida de los terminales ningún funcionario que le pida a uno el ticket para ver si uno se lo está robando. A uno lo tratan como una persona, como un ciudadano y no como a un delincuente. No tengo que ir mostrándole a nadie el ID para que me vendan un litro de aceite o un kilo de harina. En los bancos con solo la licencia de conducir y el dinero te abren una cuenta bancaria. No hay que llevar referencias, ni montos mínimos, ni recibos de luz, ni demostrarle a nadie que uno es gente decente y no un delincuente o estafador.
La tranquilidad y seguridad con la que viven los ciudadanos americanos llega a niveles casi que imposibles de creer y comprender para quienes vivimos bajo el azote del hampa y la delincuencia. La gente deja sus autos abiertos sin temor a que sean desvalijados o robados por completo, las casas quedan sin seguros mientras en Venezuela tengo tres candados anticizalla, una cerradura, un pestillo y la reja de entrada al edificio y aún así duermo con temor.
Es común ver en USA gente en metros y autobuses con sus laptops, tablets, Ipods, teléfonos inteligentes y cualquier aparato electrónico de última generación en sus manos sin el más mínimo temor a que les sean arrebatados. En varias oportunidades, incluso en horas de la noche y por zonas desoladas, al preguntar a alguien que pasaba por alguna dirección, sacaban su smartphone y con la ayuda del google maps me daban las indicaciones correctas, tranquilamente y sin siquiera pensar que yo, o cualquiera que pasase podría, arrebatarle el teléfono y mucho menos que pudieran matarlo para quitárselo. No me imagino haciendo eso en Maracaibo ni siquiera a plena luz del día y en una zona muy transitada y mucho menos veo haciéndolo a una joven como las que me encontré en Boston.
En Venezuela ya casi ni nos paramos al momento de dar una dirección por el temor a los atracos. Si nos atrevemos a hablar con extraños en la calle, lo hacemos de lejos y sin detener la marcha.
Pobres y gente pidiendo en la calle vi en Estados Unidos, pero nunca vi niños como en Venezuela pidiendo o rebuscando en la basura. Los menores estaban todos en las escuelas, de lo contrario, sus padres estarían en problemas. Incluso hasta los limosneros que encontré parecen contar con ciertas comodidades inimaginables en nuestros países. En un parque, a eso de las doce de la medianoche, vi a un «homeless» revisando su laptop en New York y a otro haciendo lo propio en el Jardín Japonés del Hermann’s Park de Houston.
En mi viaje no vi perros ni gatos callejeros, los animales que vi iban todos con su correa de la mano de sus amos quienes llevaban una bolsita para recoger los excrementos y mantenían a sus mascotas, en su mayoría, con bozal. El grado de conciencia ciudadana, respeto por el otro y de guardar ciertas normas básicas mínimas de convivencia es tal que, a pesar de que la gente se ve obligada a fumar en las aceras pues no está permitido hacerlo casi que en ningún lado, no se ven colillas botadas en la calle.
Es cierto que en USA todo hay que pagarlo y que la cantidad que sus ciudadanos deben dar al estado por impuestos es exhorbitante, pero en Venezuela yo también pago por todo y como pequeño comerciante debo pagar impuestos municipales y nacionales que no se ven compensados ni retornados en servicios.
En USA uno puede tomar agua del grifo tranquilamente mientras que en Venezuela tenemos que hervir hasta la que nos venden supuestamente como «mineral». Las inmensas cantidades de basura que uno ve en las calles de Nueva York por la noche, al día siguiente en la mañana, ya han desaparecido. A pesar del inclemente invierno que hace más difícil el mantenimiento de las vías, estas se encuentran en casi perfecto estado, sin huecos ni «policías acostados» para regular la velocidad. La luz no se fue en ningún momento durante el mes que he estado en varias ciudades del país. En aeropuertos, terminales de autobuses y metros, la gente es amable, respetan al pasajero y los horarios se cumplen con rigurosidad. Entonces uno no tiene más remedio que preguntarse ¿Qué hacen en mí país con la cantidad de impuestos que se racaudan todos los meses? A mi entre la Alcaldía y el Seniat me desangran anualmente y no veo por ningún lado el más mínimo beneficio.
Lo que más sorprende de todo lo que uno puede ver y vivir en un viaje de un mes al «imperio mesmo», a uno como latinoamericano, es ver como parece haber un mecanismo que automáticamente hace click a lo que pisamos suelo americano y de inmediato comenzamos a hacer y dejar de hacer cosas que prácticamente son hábitos en nuestros países. Entonces uno piensa «¿Por qué siendo Venezuela un país petrolero al que le ingresan enormes cantidades de dólares anualmente más lo que recauda el Estado por impuestos vamos cada vez más en retroceso? ¿Por qué no hemos podido alcanzar el más mínimo nivel de confort y calidad de vida? ¿Por qué tenemos que estar buscando desesperados un kilo de leche o un litro de aceite en un país donde el prodigioso suelo hace que hasta las piedras se reproduzcan con facilidad? ¿Por qué Estados Unidos tieniendo muchísimos más millones de habitantes que Venezuela no padece escasez de alimentos y los anaqueles de sus supermercados están a tope de productos de todas las marcas, precios y calidades?
¿Cómo es que este país ha logrado eso sin necesidad de que su presidente se encadene por radio y tv miles de horas para hablar sandeces e inutilidades?
No entro aquí a hablar sobre ideologías de izquierda ni de derecha, de socialismo o capitalismo. Me refiero solo a lo que vi en un mes de viaje, a lo práctico y real, al nivel de vida que tienen los americanos que les permite vivir tranquilos y seguros y todo eso lo comparo con lo que cotidianamente vivo en mi país.
Si toda la comodidad y seguridad que tienen los gringos es imperialismo y capitalismo, pues entonces yo quiero capitalismo e imperialismo para Venezuela, si el socialismo de siglo XXI hubiera dado la más mínima muestra de que nos podría llevar a ese nivel de vida, indudablemente, también lo querría pero, hasta ahora, lo único que he visto, sentido y vivido con esta seudo revolución es una acelerada pérdida de la poca calidad de vida que teníamos junto con un alarmante y aterrador aumento de la inseguridad personal que nos ha terminado por convertir a todos en presidiarios dentro de nuestras casas.
La gente con quienes hablé en USA no podían creer que en nuestro país no pudiéramos andar con un teléfono en la calle. Eso les sorprendía, les escandalizaba y menos aún podían comprender que uno siga viviendo en el país.
Al final del viaje yo también me pregunto ¿cómo puede uno seguir viviendo en Venezuela?
Ha pasado una semana de mi retorno y la depresión que empezó a apoderarse de mi ser al llegar y no poder ir al baño en el aeropuerto internacional de La Chinita porque no había agua se ha ido arraigando más profundamente en mi alma.
No puedo dejar de pensar en cómo la vida se nos está yendo a los venezolanos en la búsqueda diaria de un kilo de leche, un litro de aceite y un rollo de papel toillette. Siento que me arrebataron 12 años de mi vida sin ninguna contemplación y pienso que aunque Chávez pierda o se muera esos 12 años no son recuperables, que el país necesitará tras su partida, como mínimo, 20 años con excelentes gobiernos para ser un país «medio vivible». ¡20 años! Yo contaría 66 si la delincuencia no me ha matado para robarme un par de zapatos, el Alzheimer o la demencia senil las tendré a la vuelta de la esquina y la mitad de mi vida, como tal vez la vida entera de muchos, se habrá ido en tratar de conseguir los productos básicos y en huir de la delincuencia.
Pienso en que quien nos hizo esto terminará muerto por un cáncer o por cualquier otra enfermedad algún día y me parece muy poco castigo. Quisiera que existiera un castigo griego para él que lo obligue por toda la eternidad a cargar una piedra, a que un águila le saque los ojos, una y otra vez, por los siglos de los siglos.

Final del viaje: Houston

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Cuando escuchaba a la gente que me decía que en Houston todo queda lejos y que allí prácticamente no se puede vivir sin carro pues el transporte público es casí inexistente, no les creía. Siempre pensé que eran exageraciones y que esa ciudad se podría conocer a punta de autobuses y metro como New York, Boston o Chicago.

El equivocado era yo. Efecctivamente, de no haber sido por la amable disposición de Alidana, la hermana de Cristian, y su esposo Carlos, que se encargaron de llevarnos y traernos a todos lados, no habríamos podido conocer la ciudad. Claro, si ellos no vivieran en Houston junto con sus hijos Andrés y Franciso, seguramente, no nos habría interesado ir a conocerlo tampoco.

Aún hoy, luego de haber pasado casi dos semanas en Texas, no deja de asombrarme la cantidad de horas que la gente pasa diariamente montada en un carro y rodando por las interminables autopistas. Una ida rápida al supermercado puede significar un viaje de 30 minutos de ida y 30 de regreso, o mas, y nada de ir al abasto de la esquina a comprar pan y leche. Eso no existe en Houston. Lo que sí hay son grandes centros comerciales, todos similares y con casi las mismas cadenas de negocios distribuidos a lo largo de las autopistas. Cuando uno transita por las intrincadas vías, por momentos, pareciera que está recorriendo un tramo varias veces pues el mismo aviso de Wal-mart, Fiesta o H&B, por nombrar sólo algunos, aparece una y otra vez y solo cuando ya nos hemos mas o menos acostumbrado a la ciudad se aprende a diferenciar las distintas zonas.

Houston es un lugar de autopistas, centros comerciales, franquicias, cadenas de tiendas y de restaurantes, donde por cierto la comida es tan abundante que uno entiende porqué Texas es el estado con el índice más alto de obesidad de los Estados Unidos, pero con un poco de curiosidad y la ayuda de buenos consejos se consiguen algunos sitios interesantes para visitar tanto en Houston como en otras zonas del estado que le quedan relativamente cerca.

Las visitas al zoológico y al parque Hermann, aunque la época del año no es la mejor pues el otoño en Texas parece pasar del verde al marrón quemado sin pasar por la hermosa variedad de colores que ofrecen otras regiones, se disfrutan a cabalidad, así como un tranquilo paseo por el acogedor jardín japonés, que en primavera debe ser un espectáculo de color, como debe serlo también el jardín botánico, ubicado en el mismo Hermann’s Park, al final de las verdes canchas de golf, donde nos soprendió encontrar un busto del Libertador Simón Bolívar engalanando el lugar junto a otros importantes personajes históricos de relevancia mundial. En esa misma zona se puede realizar un  interesante paseo por el Museo de Ciencias Naturales.

El museo de Bellas Artes, a pesar de ser de reciente creación, cuenta con una grande y completa colección de obras del arte universal, con salones dedicados al arte egipcio y aborigen latinoamericano junto a pinturas y esculturas de los grandes e inmortales maestros de la historia del arte. Si van, no dejen de contemplar la sala creada hace un año por un artista asiático en cuyas paredes se imprimieron imágenes surgidas a partir de hacer explotar pólvora sobre paneles de tela y observen el video de siete minutos de duración en el que muestran todo el proceso, desde el inicio con los bocetos del dibujo hasta obtener el resultado final para cubrir todos los muros de la sala. Fascinante.

Allí, en pleno centro de Houston, hay un lugar que es como un oasis en medio del desierto de concreto de la ciudad, un remanso cargado de energía y destinado al arte y la espiritualidad: el circuito de «De Menil». Varias cuadras inmersas en abundante verdor entre las cuales se encuentran las edificaciones que acogen la «De Menil Collection», un museo en el que se exhiben las piezas de arte que el matrimonio de origen francés, De Menil , reunió durante su vida juntos, que incluye obras de arte y objetos de culturas africanas y latinoamericanas que datan de los primeros años antes de la era cristiana y de los primeros después de Cristo, hasta nuestros días.

Según uno de los guardianes de sala, cerca de un 95 por ciento de las piezas exhibidas pertenecieron a la colección privada de los De Menil y gracias a la tenacidad de Dominique, la «mariposa de hierro» como le decían, se convirtió en un museo abierto al público gratuitamente, luego de varios años de discusiones entre los miembros herederos tras la muerte del patriarca De Menil .
Otra chica, cuidadora de sala, nos comentó que a Dominique le decía «the iron butterfly» por su fragilidad física en contraposición a su fuerte temperamento y tenacidad. Su carácter fuerte fue el que la llevó a buscar su propio espacio en la ciudad para desarrollar sus proyectos de arte y espiritualidad, luego de tener sendos desencuentros con sus compañeros cofundadores de los departamentos de arte de dos importantes universidades de la ciudad.

Fue ella quien consiguió los terrenos sobre los cuales se erige la sede de «De Menil Collection» y ella quien logró que sus amigos aportaran un millón de dólares cada uno para materializar su proyecto.

Junto con el museo, en la misma zona, se levantó la Capilla Rothko, un espacio dedicado a la espiritualidad, diseñado en un octágono cuyas paredes se encuentran recubiertas por grandes paneles diseñados por Rothko y en cuyo interior no se encuentran imágenes religiosas de ningún tipo.

Al entrar al recinto, en un pequeño mueble, se ubican los libros sagrados de múltiples religiones, como indicativo de que el lugar pueder ser disfrutado y utilizado para la meditación y contemplación por cualquier persona y de cualquier creencia. Es una obra de arte moderno religioso que ha sido comparada en importancia con la Capilla del Rosario de Henri Matisse  y la Capilla de Ronchamp de Le Corbusier, ambas en en Francia.

En otra área del circuito, se levantó la Capilla del Fresco Bizantino, una edificación cuyas paredes internas fueron construidas con gruesos paneles de vidrio blanquesino sobre un fondo negro que hace que parezca que todo el sitio se encuentra flotando.

Allí se emplazaron unos frescos bizantinos del Siglo XIII rescatados de una capilla votiva en Chipre luego de que fueran cortados en 38 pedazos para ser vendidos por separado para el lucro de algunos. Estos frescos correspondían a la cúpula y al ábside de la iglesia y  fueron llevados a Houston, restaurados y ubicados en la acogedora edificación diseñada por el arquitecto François De Menil, específicamente para tal fin con el objetivo de conservarlos para la posteridad.

En la actualidad, los frescos están siendo negociados con la república de Chipre que los reclamó para sí basados en la cláusula del contrato que estipulaba, cuando las pinturas fueron llevadas a Houston, que esos frescos siempre serían propiedad de Chipre. Por ahora, permanecen en Houston, en la Capilla del Fresco Bizantino para el disfrute de forma gratuita de todos los interesados.

Frente a la sede de la colección De Menil , hay una pequeña galería dedicada a C Y Twombly, con monumentales obras del artista plástico fallecido hace un año cuando contaba más de 80, y que expone de manera permanente una muestra retrospectiva del artista. La edificación fue diseñada por el arquitecto Renzo Piano siguiendo los bocetos originales del propio Twombly. El doble techo de la galería está cubierto en su interior con grandes paños de tela de algodón blanco que bañan de colorida y cambiante luz el lugar, de acuerdo a los movimientos del sol. Según la guarda sala, Twombling está enterrado en Roma pero su espíritu permanece y descansa en su galeria.

Un día de los dedicados a Texas, nos levantamos temprano y aprovechando que Carlos tenía ese viernes libre, agarramos el carro y arrancamos rumbo a San Antonio. Al llegar recorrimos el Down town, pasamos por El Alamo lamentando no poder entrar pues había cerrado un poco antes, caminamos la ciudad un buen rato, luego paseamos por el Riverwalk un rico paseo por la orilla del río en cuyas riberas se ha desarrollado un amplio y atractivo centro turístico con gastronomía tex-mex. Allí comimos unas interminables fajitas de pollo y carne con tortillas y nachos y bebimos unas sabrosas margaritas que ya no podían crecer más. Caminamos un poco más y nos fuimos a buscar hotel para pasar la noche pues al día siguiente teníamos planeado ir a Sea World.

El sábado desde eso de las diez y hasta más allá de las 8 y picote de la noche lo pasamos disfrutando de las diferentes atracciones que ofrece el parque. Por insistencia de mis acompañantes que querían divertirse a costa mía accedi a pasar unos minutos de terror subiendo a una de las montañas rusas. Era la más bajita y corta, pero juro que si dura 2 segundos más me lanzo al vació. !Dios, maldije hasta en chino y griego!
Vimos el show de los leones marinos y la morza, el de las las ballenas que lo disfrutamos por partida doble, durante el día y el especial de Halloween que se inauguraba esa noche, pasamos susto en el paseo del horror de Halloween. Un fin de semana rico y diferente.

Al llegar al Sea World se nos acercó una mexicana a ofrecer venderle su pase a Alidana por 40 dólares, o sea, 20 menos que lo que costaría por taquilla. Era un pase especial de un abono anual que le otorgan a las personas con capacidades especiales, como la hija de la señora tiene Síndrome de Down, pagan una anualidad de unos cuantos dólares y tiene derecho a entrar al parque con sus padres cuantas veces quiera. Inmediatamente captamos que la excusa de que vendía el pase para no aguantar más sol era la mampara de un negocio que le rinde sus buenos dividendos a costa de la condición de su hija.
La experiencia del Sea World me encantó aunque no es algo que repetiría pues me parece que una vez visto, ya no habrá mayor novedad que ver, a menos que a uno le gusten esas aventuras de gigantescas montañas rusas que para nada entran en mis predilecciones.

Pero donde sí volvería ir con gusto y mejor si es en verano es a Galveston, una isla en el Golfo de México devastada  hace poco por un temporal pero que han recuperado y se encuentra a poco más de una hora de camino de Houston, pasando por la zona de la NASA. Es un lugar a medio camino entre un viejo pueblo y una pequeña ciudad con una playa infinita de arenas tan suaves que parecen talco. Su arquitectura recuerda mucho la de las ciudades portuarias europeas y la de las islas de las antillas holandesas y su malecón invita a quedarse para contemplar el atardecer y bañarse en las movidas aguas.
El último paseo que hicimos fue el sábado víspera de nuestro regreso a Venezuela, un viaje a Plantersville, a hora y media de Houston, para disfrutar de la apertura del Festival del Renacimiento. Allí llegamos invitados por Ana Brito, una vieja y querida amiga de mis tiempos en Caracas, que ya va para 20 años en Houston y a quien tenía como 15 sin ver.

Para llegar a las 9 y veinte de la mañana como lo hicimos, tuvimos que madrugar, cosa que no es mucho de mi agrado pero que, definitivamente, valió la pena. El festival es como un parque temático pero temporal, se realiza por unos cuantos fines de semana al año en una extensa zona plena de árboles y abundante vegetación. Allí, en medio de ese pequeño bosque, se dispone una serie de stands con diseños arquitéctónicos inspirados en el renacimiento europeo, en los cuales venden comida, ropas, muebles, objetos de decoración, bisutería y artesanías de todo tipo. Los dependientes de los establecimientos están ataviados con indumentarias de época y tratan a todo el mundo de Milord y Milady.

Hay toda una gran área destinada a divertir a los más pequeños con carruseles manejados con la tracción animal de llamas, pequeñas vacas y mulas sobre los que se montan a horcajadas los niños para dar vueltas alrededor del poste. También hay gigantescos columpios en los que cabe la familia completa y otros en forma de cajón de madera pintados y decorados con flores y que se mueven halando de unas cuerdas que cuelgan de la parte superior.

En otra área se ubican los juegos de puntería, tiro con arco y flecha, lanzar tomates a un esclavo malportado o tirar unas bolas contra un panel de lona para, si se acierta el centro, lanzar al agua a una malhablada prostituta.

La gente llega disfrazada al lugar con atuendos de época y quienes llegan sin traje y quieren ponerse a tono los pueden alquilar en la entrada. Las horas en el Festival del renacimiento pasaron volando, cuando nos percatamos, al terminar la pelea en La Arena entre los caballeros montados a caballo representantes de Inglaterra, España, Francia y Alemania, ya eran las tres y media de la tarde y debíamos regresar a Houston para pasar por el supermercado a comprar los ingredientes para una fideuá que les haría de despedida a los amigos que tan cariñosamente nos recibieron. La fideuá quedó muy sabrosa y la conversa se extendió hasta pasadas las 10 pm, luego, una vez más, el proceso de hacer maletas, embutir las cosas en las valijas para que cupieran y pesar para que ninguna excediera los 23 kilos estipulados por la línea aérea. El regreso fue puntual, en el avión, que venía a tope, se escuchaba a la gente hablar de su experiencia en USA y sus comparaciones entre lo que vivieron y vieron en el «imperio» y lo que les esperaba en Venezuela. No faltaban quienes lamentaban no tener papeles para poder quedarse tranquilamente a vivir en EEUU sin tener que sufrir la delincuencia y la escasez que padecemos en Venezuela.

Al no más pisar tierra tuvimos dos experiencias que nos confirmaron sin ninguna duda que estábamos entrando a la Venezuela revolucionaria y socialista del Siglo XXI.

Cuando estabamos aún en la línea para sellar la entrada de inmigración, estaba que me orinaba y se me ocurrió pararme a hacer cola para entrar al baño con capacidad para una persona a la vez, cuando salió el señor que estaba adentro nos informó que el lugar estaba insoportablemente asqueroso y no había agua. No pude evitar recordar que en los aeropuertos que visité en USA,  los baños tienen dispositivos sensoriales que, sin tener que tocar las cosas dispensan el jabón, el papel, el agua y el de Chicago tiene hasta un sensor que despliega automáticamente un forro plástico que recubre el aro de la poceta.

Después, mientras esperábamos las maletas, en un pequeño descuido, desapareció como por arte del magia el carrito que habíamos agarrado para transportarlas, cuando lo comentamos en voz alta, una chica que escuchaba nos dijo:

-¡Bienvenidos a Venezuela!

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