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De San Telmo a Varekai pasando por Puerto Madero

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Cuatro horas para recorrer el Mercado de San Telmo se quedan cortas. Hay tanto para ver, disfrutar y conversar que en ese tiempo apenas uno alcanza a recorrer los tarantines callejeros y dar un vistazo al inmenso y bicentenario mercado con sus puestos de carnes y verduras, tiendas de arte y antigüedades y restaurantes y cafés.

En un puesto de zapatos me paro y compro unas imitaciones de Converse, solo que en lugar de estar hechos de cuero o tela, los han fabricado con un hermoso y colorido tejido étnico característico de etnias indígenas peruanas y ecuatorianas. De esta forma, se acaba la incomodidad de andar con un zapato blanco y uno marrón.

Al doblar en la esquina del Paseo de la Historieta, hago mi cola para tomarme la foto con la escultura de Mafalda que, pacientemente, espera sentada en su banquita. Los turistas brasileños que están detrás de mí en la fila se mueren de risa al ver que me quito los zapatos para, en lugar de abrazar a Mafalda, como hacen todos, tomar la foto de mis pies junto al personaje de Quino.

El día está hermoso. El cielo azul desmiente a rajatabla los pronósticos del tiempo que indicaban que habría lluvias dispersas. Al llegar al edificio del mercado en cuya puerta, en lo alto, pone que es de 1897, nos sentamos en lo de Martita a tomar café y agua, ubicados en sus mesas pintadas de colores al estilo de Mondrian. Luego, recorremos un minicentro de Arte y Antigüedades llamado Paseo de Compras Solar de French que está en frente para salir y regresar donde Roberto, el fabricante y vendedor de artículos de cuero y comprar el bolso pues, como él me lo advirtió, no lo conseguí en todo el recorrido, ni siquiera parecido.

Un último intento infructuoso para que Roberto baje el precio del bolso y, al ver que hay uno de similar tamaño y modelo, pero de cuero liso y tenido que cuesta 120 pesos menos, le pregunto la razón. En mi ignorancia, pienso que ese bolso sin pelos lleva más trabajo que el que a mi me gusta con los pelos blancos y negros de la res.

-El peludo tiene mucho más trabajo -explica, Roberto-. Al otro solo tengo que ponerle los químicos para que suelte los pelos, secarlo y teñirlo; mientras que el que te gusta tengo que hacerle un tratamiento especial para que no pierda los pelos y los mantega tan bonitos como cuando la res estaba viva.

-¿Cómo debo cuidarlo, limpiarlo?

-Como se cuidan las vacas. Lo bañas con agua y jabón.

Meto en el nuevo bolso todo lo que llevo en la mano, incluyendo los zapatos disparejos y, como ya pasan de las dos, empezamos a buscar dónde almorzar. Queremos seguir la recomendación de Roberto y comer en El Desnivel,  un restaurant de carne de la zona, pero no aceptan tarjetas y los pesos se nos acabaron con las compras. Probamos en dos restaurantes más y nada. No sé si es por el rollo del control cambiario o por qué otra razón pero en muchos sitios de Buenos Aires se rehusan a aceptar las tarjetas de crédito como forma de pago.

En vista del fracaso, decidimos irnos a Puerto Madero a probar suerte con la tan recomendada comida de la zona y de paso conocer el puerto.  Recorremos todo el Paseo de la Historieta y luego de unos veinte minutos de caminata, llegamos al boulevard del puerto.

La tarde se ha nublado pero, por suerte, no llueve, aunque hace un poco de frío. Mientras buscamos el sitio para almorzar, disfrutamos la caminata a la orilla de río de La Plata. Pasamos por la sede de la Universidad Católica Argentina y, a lo lejos, se distingue el Puente de la Mujer con su hermoso diseño arquitectónico. Caminamos hacia él y en el trayecto tropezamos con una pareja que acaba de instalar un pequeño linóleo en el suelo para entretener a los paseantes con sus tangos y milongas.

Nos olviamos del hambre y nos disponemos a deleitarnos con el baile de la joven pareja. Ella lleva un vestido rojo y él va de traje beige y pantalón negro. Encienden el equipo de sonido y comienzan su show. Es justo el tipo de tango que quería encontrar, el bailado en la calle y no esos shows montados en restaurantes para turistas. Por cierto, muchas de esas parejas tangueras de la calle, son las mismas que contratan en los restaurantes para los espectáculos.

Sin darnos cuenta, se acercan las cinco de la tarde. Es hora de encontrar dónde comer si no queremos llegar muertos de hambre a la presentación del Circo del Sol cuyas entradas son para la 8 de la noche y no tenemos ni idea de dónde se encuentran ubicadas las carpas. Solo sabemos que es lejos, saliendo de Capital Federal, en un lugar llamado Complejo al Río, por Olivos, en la localidad Vicente López

La mayoría de los restaurantes están cerrados. Caminamos ahora de regreso. El paseo es tan agradable que no se siente ni el hambre ni el cansancio. Los argentinos se enorgullecen de su puerto con razón y les encanta recomendarle a los turistas que se den un paseo para que vean los lujosos edificios de ricos y famosos que se encuentran por la zona.

Andando sin apuro, llegamos al famoso restaurant «Siga la Vaca», especializado en carnes y recomendado en la mayoría de los folletos y reportajes turísticos sobre Buenos Aires.

Pasan ya las cinco y al entrar nos encontramos con una larga lista de espera.  A pesar de lo grande y la cantidad mesas con las que cuenta, el lugar está a tope y tenemos que esperar unos 15 minutos para obtener  mesa.

Lamentablemente, debemos comer apurados porque el tiempo apremia. Es un sitio tipo «all you can eat», donde lo ideal sería llegar con suficiente tiempo y apetito para instalarse a comer de todos los cortes de carnes de res, chorizos, morcillas y pollo, los variados contornos, los postres y la botella de vino por persona que están incluidos en el precio de 160 pesos por comensal.  Ese no es nuestro caso. Hay que apurarse para llegar a la función de Varekai. Eso sí, el apuro no impide que comamos hasta quedar ahítos.  Pagamos y allí mismo nos explican dónde tomar el colectivo para llegar a Olivos, en Vicente López.

La idea de pagar un taxi la descartamos de plano, pues como es en las afueras de Capital Federal, al norte de Buenos Aires,  además de la tarifa normal, habría que pagar un extra por ser un partido foráneo. Frente a la sede de la Facultad de Ingeniería está nuestra parada. Unos 5 minutos de espera y llega el autobús que en unos 25 minutos nos dejará a unas 10 cuadras de donde se encuentran emplazadas las carpas del circo.

Caminamos a lo largo de una urbanización solitaria. Por un momento pensamos que hemos errado el camino y aprovecho que una gente va saliendo de una casa para preguntarles.

Vamos bien. Nos indican que aún faltan unas cinco cuadras de camino. Pasamos los rieles del tren. Al llegar a las avenidas Laprida y Bartolomé Cruz y

Foto: Cristian Espinosa

bordear el Carrefour, ya estamos en el lugar de la función.

La fila de autos nos van guiando el camino y, al poco tiempo, distinguimos las carpas azul y amarillo del circo canadiense.

Llegamos con el tiempo justo para entrar y ubicarnos en nuestros asientos. Se apagan la luces y, del cielo de la carpa, cae un ser alado con el que comienza la fantástica historia de Varekai.

Al caer esta especie de ángel o pegaso, el escenario comienza a llenarse de luz, música, color y fantasía.  Estamos frente a un bosque mágico, en la de un cima volcán. Un mundo imaginario llamado Varekai, habitado por seres mitad animales y mitad humanos, por animales que solo pueden venir de la imaginación de los  creadores circenses, criaturas fantásticas. Frente a nosotros empieza a surgir un mundo onírico que nos demuestra que, si se puede soñar, se puede realizar.

Una vez más los artistas del Cirque su Soleil me tienen por casi dos horas con la mandíbula caída de admiración. Aunque lo veo en frente, me cuesta creerlo y quedo perplejo ante las ilimitadas capacidades de los malabaristas, equilibristas, contorsionistas, trapecistas. La risa es constante con la bella gorda y con los bufones de la obra. La música y la iluminación me

Foto: Cristian Espinosa

sumergen en ese espacio onírico del que ya no quiero salir. Compruebo por segunda vez que nada queda al azar en los montajes del Circo del Sol. Todo está estudiado, calculado al milímetro. Frente a mis ojos hay un espectáculo cuidado al detalle, donde la física es la ciencia que manda y la ley de gravedad parece no existir. Todo sin mostrar el más mínimo esfuerzo. Es música, baile, equilibrio, malabares, teatro, ballet, comedia, elevados a su máxima expresión y llevados al límite. Es tal el grado de dificultad de los números presentados, que a nadie le importan las dos o tres fallas que se observan durante la función. Pequeñas pifias subsanadas inmediatamente, cubiertas por los aplausos del publico y olvidadas tras una nueva muestra de destreza y genialidad.

Termina la función. Las manos arden de tanto aplaudir. Nadie quiere abandonar la carpa. Seguimos aplaudiendo hasta que comprobamos que el sueño ha terminado y debemos volver al mundo real, sin perder la esperanza de tener una nueva oportunidad para soñar los sueños del Cirque du Soleil.

Una caminata corta hasta la parada del colectivo que nos llevará de vuelta al obelisco. En el bús, un grupo de teatreros discute sobre la función. Aparentemente, fueron a ver qué podían pescar de allí para su próximo espectáculo. Es que el circo canadiense de verdad es un show digno de ser copiado, imitado o, por lo menos, de intentarlo.

Llegamos a nuestra parada. Luego de la opípara comida en Siga la Vaca, no es mucha el hambre que tenemos, así que decidimos comer un bocado en el primer sitio de comida rápida que se nos atraviesa para luego ir a dormir.

Pedimos muzzarela (pizza de queso) con fainá. Una combinación muy sureña de pizza con una tortilla hecha de harina de garbanzo que a mi no me termina de convencer. La fainá no me sabe a nada y la muzzarela me parece completamente prescindible.

Comemos y tomamos nuestro camino al hotel. Si tenemos suerte, los pronósticos del tiempo se volverán a pelar y podremos ir a Tigre al día siguiente, en la mañana.

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Siempre que soñaba con ir a Buenos Aires, me decía que al visitar la ciudad porteña una de las cosas que me gustaría ver era un espectáculo de revista musical, con sus vedettes semi-desnudas, muchas boas de plumas, lentejuelas, tacones altos, musica, luz y baile.

Presenciar uno de esos shows tan característicos de la Argentina, de donde salieron estrellas del espectáculo como Susana Jiménez y Moria Casán, era una de las cosas que no me quería perder en Baires. Al saber del show de Flavio Mendoza, me pareció una buena oportunidad para disfrutar lo que soñaba con ver, pero actualizado, de acuerdo a lo leído sobre el espectáculo.

Efectivamente, Stravaganza reune lo más significativo del teatro de revista: Vedettes, plumas, pestañas postizas, concheros y diminutos brassiers que poco dejan a la imaginación, sobre espectaculares cuerpos, nalgas y tetas duras como rocas, muchas a base de operaciones, pocas a fuerza de ejercicio. Esto lo combina de manera un poco caótica con acrobacias circenses, teatro, danza, video y muchos efectos especiales.

Desde que el telón sube y hasta que saluda el último de los artistas al final del espectáculo, la gente no para de aplaudir. Si nos basamos en la cantidad de público asistente (sala llena luego de dos meses de funciones) y la euforia e histeria con la que la gente recibe el espectáculo, se puede decir que Stravaganza es un éxito y cumple con su objetivo de entretener a un público deseoso de reir y aplaudir.

Para mi gusto, resultó un poco largo y desordenado. Una desafortunada mezcla entre el Cirque Du Soleil (con el que los argentinos se enorgullecen de comparar el show de Flavio), con una película de efectos especiales, un toque de programas «cómicos» de televisión, de esos que a fuerza de chistes fáciles y malas palabras consiguen arrancar las carcajadas del publico y un profundo acento de programa sabatino al estilo de Sábado Sensacional en Venezuela o los maratónicos argentinos animados por Marcelo Tinelli.

Es un espectáculo multimedia dirigido a las grandes masas de público televisivo, hecho a partir de unir un poco de cada cosa de las que el propio Flavio Mendoza ha visto en sus recorridos por Las Vegas y su experiencia en televisión, al que le haría falta una buena dosis de tijera que le quite un montón de momentos y chistes fáciles que ensucian el show y hacen que luzca desordenado, incoherente y falto de una línea estética definida, así como carente de una línea conceptual.

Una costosa producción con 30 artistas en escena que tiene sus momentos brillantes y bien logrados, una increíble tramoya con impecable manejo mecánico, un escenario versátil que se transforma en pileta de agua y unos buenos bailarines y actores que se llegan a perder entre tanto afán efectista.

Termina la función. Son cerca de las 11 de la noche y comenzamos a caminar en busca de un sitio en la calle Corrientes donde podamos cenar. En un a esquina encontramos un restaurant cuyas mesas en el interior están a tope, tomamos una de las que están en la acera y esperamos que nos atiendan.

La chica, quien, como todos los que están en el local y unos cuantos que observan desde la calle a través de la pared de cristal, no despega los ojos de un televisor pantalla plana empotrado en el muro, tarda en percatarse de que estamos afuera esperando para ser atendidos. Todos están embobados con el televisor.

Al rato, la mesera se acerca y nos toma la orden. Dos milanesas con papas fritas y dos gaseosas. Pregunto a qué se debe que nadie despega los ojos del televisor y me explica que están viendo el boxeo. Todos pujan por «El maravilla Martinez» quien le disputa el título a Chávez Jr. en Las Vegas.

Mientras nos comemos las milanesas de un tamaño digno de Pedro Picapiedras, se define la pelea y el argentino Sergio «Maravilla» Martínez se titula campeón del peso medio, versión Consejo Mundial de Boxeo. La gente está feliz. Por la avenida suenan cornetas y pasan grupos de personas celebrando.

Después de comer, comenzamos a caminar de vuelta al hotel que se ubica a unas ocho cuadras de donde nos encontramos. En una esquina se ve un grupo animado de muchachos que gritan, cantan, bailan y alborotan la zona. Suponemos que están celebrando el triunfo del «Maravilla». Nos aproximamos y encontramos a un chico rubio, como de 1.90 de estatura, ataviado con un diminuto sostén negro, un hilo dental de la misma tela y color que el sostén que deja al aire sus blancas nalgas y, al voltearse, descubrimos un gigantesco falo de goma que sale de la pequeña tela que cubre su propio pene.

Soltamos la carcajada al verlo. El y sus amigos están completamente borrachos. El rubio del inmenso pene tiene pintados con pintura labial falos en sus mejillas y pecho. Están felices, pero no es por el triunfo de»Maravilla», como pensábamos.

El grupo de muchachos al vernos reír, nos rodean, me dan una especie de plumero para que azote al rubio, al tiempo que nos explican que están celebrando la despedida de soltero del chico disfrazado de cachifa erótica.

-¡Estoy feliz! En dos meses me caso con la mujer que amo-. Me dice el catire, al tiempo que me abraza y posa junto a Cristian y yo para que nos fotografíen mientras sostengo con mi mano su medio metro de falo de goma.

Todos reímos. Le deseamos lo mejor al futuro esposo manifestando nuestro asombro por semejante celebración a dos meses de la boda y nos dicen que esos dos meses serán de rumba hasta el día del casorio. Seguimos hacia el hotel. Ya pasan de la una de la mañana y el cansancio comienza a hacer presa de nosotros.

Al mirar hacia arriba, en una esquina de la calle Corrientes, descubro una gigantesca bola iluminada con luces blancas, azules y rojas. Es la bola de Pepsi que corona uno de los edificios de la zona. Al verla, no puedo evitar recordar la, por orden del gobierno de Chávez desaparecida, bola Pepsi de Caracas, y me pregunto cuanto tardará Cristina, en su afán emulador de mandatario venezolano, en mandar a eliminar del panorama bonaerense semejante símbolo del imperialismo yanqui.

Camino al hotel nos topamos con el imponente y señorial teatro Colón, con la sede de los Tribunales de Justicia, la estatua en homenaje a Lavalle a cuyo costado se encuentra una especie de instalación en lo que parece ser un tributo a la música pues, en el espacio abierto, se levantan un montón de atriles que, en la penumbra de la noche, aparecen como hechos de paja seca.

Ha sido un largo día desde la madrugada en el buque barco, los paseos a la Calle Florida para cambiar dólares por pesos. El rico paseo por Palermo y el teatro de revista.

La noche es fresca y el trayecto al hotel nos relaja y divierte. Ya es hora de ir a descansar porque al día siguiente tenemos que levantarnos temprano para ir al mercado de San Telmo, así que debemos aprovechar al máximo las pocas horas de sueño que tenemos por delante.

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