Nuestro último día en Buenos Aires, luego de desayunar, decidimos caminar desde el hotel hasta el cementerio de La Recoleta para conocerlo.
Visitar camposantos no es una actividad que me emocione especialmente, pero es tanto lo que uno ha oído y leído acerca de éste, que decidimos acercarnos y hacerle una corta visita.
Como no hay apuro, por el camino nos entretenems un poco viendo vitrinas. En algún punto del recorrido pasamos por una floristería y no podemos resistir la tentación de entrar y hacerles fotos a las espectaculares y exóticas plantas que están exhibidas. Continuamos rumbo al cementerio y voy pensando que tal vez habría sido preferible buscar otro destino turístico, «¡si yo nunca voy a cementerios!».
No he visitado cementerios por ocio o entretenimiento desde las épocas de infancia. Cuando pequeño iba al cementerio de La Parroquia con mis hermanas a «divertirnos» encaramándonos sobre ladrillos para arrimar la pesada lámina de cemento que tapaba el tope y asomarnos al osario común y espantarnos al contemplar los huesos humanos apiñados unos sobre otros. Nos impresionaba observar los cráneos desnudos con mechones de pelo y los huesos de piernas, evidentemente femeninas, envueltos en transparentes medias de nylon. Desde entonces, solo he pisado esos lugares cuando ha sido estrictamente necesario e ineludible. De hecho, siempre he dicho que a mi entierro iré, porque me llevan; no porque sea de mi agrado.
Pero en esta oportunidad, dejo a un lado mis prejuicios y miedos y voy al de La Recoleta a ver de qué va la cosa y a que se debe la fama de esta necrópolis.
Llegando al sitio, contrasta la construcción de un moderno y acristalado centro comercial a un costado del camposanto y, a sus alrededores, algunos restaurantes y cafés con mesas en las terrazas que dan el frente hacia el muro del cementerio.
En la plaza del frente una mujer pasea su perro beagle y un muchacho un inmenso Schnauzer negro y, al cementerio, veo que entran un grupo de niños
jugueteando y riendo y una mujer con blazer rojo «revolución». Como en la canción de Mecano, pienso, «no es serio este cementerio». A partir de allí, la melodía del grupo español me acompaña en la mente durante toda la visita.
Al traspasar la reja de entrada, con sus columnas de estilo neo-clásico me encuentro en un lugar que más parece un parque que un cementerio. Es un día de semana, el cielo está azul con nubes dispersas y el ir y venir de gente dentro del cementerio lo hace a uno olvidar por momentos que nos encontramos en un espacio destinado al descanso eterno.
En un banco, frente a un monumento, un hombre parece descansar y distraerse viendo la gente pasar. Más allá, un grupo de estudiantes uniformados va con su profesor recorriendo los pasillos en lo que podría ser una clase de historia visitando los personajes importantes de la historia argentina que allí descansan el sueño eterno o de artística para conocer acerca de arquitectura y arte funerario. No hay duda de que esta necrópolis es ideal para aprender acerca de cualquiera de las dos materias. Unos cuantos gatos deambulan por todo el camposanto y los turistas, cámara en mano, tratan de captarlos en sus imágenes como souvenir de viaje.
Los gatos, evidentemente, están esterilizados porque son grandes y robustos. Pienso que alguien debe hacerse cargo de ellos pues se ven bien cuidados y alimentados. Sigo a una tricolor, hermosa con la mayor parte de su cuerpo blanco y motas marrones y negras. Quiero captarla en la foto pero la muérgana es huidiza. En la persecución, llegamos a un pasillo en el que una gorda señora mayor, vestida de rojo, se encuentra. La gata va hacia ella y se echa patas arriba para que le sobe la panza. Supongo que la señora trabaja en el cementerio y me asombra lo poco apropiado del uso de prendas rojas para el lugar, de acuerdo a mis pre-conceptos.
-La pobre ha sido muy maltratada -dice la dama de rojo mientras le rasca el pecho a la felina criatura-, la han golpeado mucho y por eso es tan esquiva. De mí es de la única persona que se deja acariciar.
Le pregunto hacia qué lado está ubicada la tumba de Evita y muy amablemente me indica cómo llegar. La cripta de la Perón está en el extremo opuesto a dónde nos encontramos así que, mientras me dirijo hacia allá, voy haciendo fotos de algunos mausoleos y esculturas que me llaman la atención. En uno que está abierto, veo a un muchacho de unos 20 años que le está haciendo mantenimiento y limpieza. Me llama la atención la pinta del chico: corte de pelo moderno, des-estructurado, asimétrico, un zarcillo en cada oreja, con sus implementos de trabajo en la mano y un paño de limpieza que cuelga de un bolsillo. Me lo imagino más trabajando de portero en una discoteca que haciendo limpieza de tumbas. Desafortunadamente, no me permite hacerle fotos.
En el Cementerio de La Recoleta la gente anda sin actitud ni cara de circunstancias. Es un punto turístico más. Tal vez se deba a que originalmente el área correspondía a una huerta del convento de los frailes Recoletos venidos de España. Algunas tumbas se ven perfectamente mantenidas mientras que otras, pocas en realidad, acusan el descuido y abandono con muros desconchados y hierbas creciendo en ellos. Como reza la canción «Ni de muerto te salvas, siquiera, dividieron también los panteones en primera, segunda y tercera».
Hay mausoleos grandes y chicos. Algunos se levantan unos cuantos metros desde el piso y, a simple vista, cuesta adivinar que hacia abajo hay seis metros -no tres- de construcción, según me informa un trabajador del lugar cuando me descubre curioseando a través de la puerta entreabierta, las escaleras que bajan sin aparente final. Al asomarse a los panteones uno puede distinguir los ataúdes y urnas; sin embargo, la visión no causa mala impresión, respelús o grima.
De lejos, distingo con facilidad la tumba de Evita Duarte de Perón, pues constituye una atracción turística en la que se conglomera la gente para observarla. Frente a ella, al pie, otro gato parece posar para las fotos frente al mármol de la cripta de la líder.
Al salir del cementerio, pasamos a la vieja iglesia del Pilar, una edificación declarada basílica, que data de 1732 y está a un costado del camposanto. Luego de la visita al templo, paseamos un rato por el parque que está en frente, contemplamos el monumento al primer intendente de Buenos Aires, Torcuato Alvear, en la plaza homónima, con la escultura de «La Gloria» al tope de la columna y el busto de Alvear al pie. Y, en el extremo opuesto al cementerio, cruzando la plaza, vemos la placa conmemorativa, frente a un hermoso y cuidado jardín, en homenaje a la gran artista Chabuca Granda.
La gente descansa y reposa a la sombra del gigantesco y centenario ombú que se encuentra en la plazoleta San Martín de Tours, sobre la avenida Alvear y Schiaffino, en las cercanías del cementerio y de la iglesia, es un exuberante árbol con follaje similar al del caucho, típico de las pampas argentinas, y que es muy querido por los bonaerenses.
La lluvia que habían anunciado el día anteririor, de repente, empieza a hacer su entrada triunfal. El cielo, minutos antes azul, se torna gris en instantes y
comienzan a caer grandes gotas de agua como con pereza. Nos da el tiempo justo para llegar caminando al café Monet. Ubicados en una mesa, vemos a través del vidrio como afuera se desata el palo de agua. Como ya pasan de las dos de la tarde, aprovechamos para almorzar. Una suculenta milanesa con papas fritas, acompañada con una copa de vino tinto. Afuera, la lluvia sigue sin cesar. Pedimos un café mientras seguimos esperando que amaine el aguacero. Total, no tenemos apuro, el buquebús a Montevideo no zarpa hasta las 12 de la noche así que podemos hacer la sobremesa tan larga como sea necesario, hasta que la lluvia nos permita salir del agradable restaurante.
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