Para mí, lo principal al viajar y conocer nuevas ciudades, más allá de llevar folletos turísticos y mapas que por lo general nunca entiendo (no hay nada que me parezca más complicado que descifrar un mapa y entender un manual de aparatos electrónicos, mecánicos o electrodomésticos, es ir con la mente y el espíritu abiertos y los sentidos despiertos para captar los olores, sonidos y visiones que nos pueden descubrir una ciudad nueva.
Un buen par de zapatos para caminar, información básica del lugar -para lo cual Google funciona de maravilla-, ojos y oídos abiertos para captar las señales, así como disposición a conversar, oír e interactuar con toda la gente que se pueda, son mis instrumentos básicos de viaje. De esta forma, la ciudades se van descubriendo ante nosotros de manera natural y espontánea, nos sorprenden a cada paso y el viaje se hace más ameno, entretenido, agradable y enriquecedor.
El tercer día de estancia en Buenos Aires, el que se supone será el penúltimo en la ciudad porteña, nos levantamos con la disposición de ir a Tigre, una pequeña ciudad que queda a poco más de 30 kilómetros y unos 50 minutos en tren desde la capital.
Como todos los días, un buen baño y abundante desayuno antes de salir del hotel, paso por Florida para cambiar los dólares y, en esta oportunidad, como teníamos una encomienda de una vecina que debíamos entregar a su hija que vive en San Fe, Cristian me dice que vayamos directo a ubicar la dirección porque, de no entregarlo hoy, terminaríamos regresando a Venezuela con el encargo.
Caminando, llegamos al número de la calle Santa Fe que pone en el sobre. Dejamos en recepción el envío y salimos a la calle a buscar quién nos indique la forma de llegar a la estación de Retiro para tomar el tren a Tigre.
En un puesto de flores, me paro a preguntar y, mientras la señora me explica, escucho el sonido de una banda. Sin terminar de poner atención a lo que me dice la vendedora de flores, le pregunto de qué se trata y de dónde proviene la música.
-De la plaza que está al cruzar. Todas las semanas hay algo allí. -dice la señora, con tono que denota cierto fastidio.
Como buenos curiosos, posponemos por un momento la ida a la terminal de Retiro, cruzamos la calle y nos dirigimos hacia el origen de la música. Al llegar, descubrimos una inmensa plaza en cuyo espacio se encuentran en formación los integrantes de una gran banda cuyos uniformes recuerdan un poco los soldaditos de plomo y los cascanueces de navidad. Al centro, un grupo de personalidades está depositando una ofrenda floral al pie del monumento al que nos acercamos para descubrir que nos encontramos en plena plaza San Martin, el histórico espacio dedicado al general prócer, libertador y padre de la patria Argentina.
La plaza es grande, ubicada en el barrio de Retiro, con áreas verdes, monumentos y esculturas y, alrededor, se encuentran las sedes de algunos ministerios, un costado que da al río y desde aquí comienza la calle Florida. Paseamos un rato y tomamos vía hacia la estación del tren, pero el día comienza a nublarse. Mal síntoma para ir a Tigre que es un paseo campestre, según tenemos entendido.
Rápidamente, tomamos decisiones. Vámonos al barrio de La Boca en autobús, un paseo que no es que a mí me llame mucho la atención porque la pobreza en todos lados es más o menos igual, aunque la pintemos de colores y la hagamos un paseo turístico, pero que constituye una visita obligada al llegar a Buenos Aires por primera vez.
Como los colectivos solo aceptan monedas para pagar, y ya hemos pasado por la incomodidad de tener que pedir auxilio al primer pasajero que tenemos en frente para que nos cambie, ante la mirada absolutamente indiferente de los conductores, quienes no hacen el más pequeño esfuerzo por tratar de resolver el problema al turista y, por supuesto, no portan monedas para cambiar; decido entrar a un banco para contar con las monedas que necesitamos para el viaje.
Pienso que el trámite sería más o menos similar a como acostumbro hacerlo en Venezuela, que me acerco a la taquilla y le pido el favor al cajero. Entro, y no veo taquillas por ningún lado. Un vigilante y una hilera de personas que esperan en fila ante unos paneles de publicidad del banco y una pequeña pantalla luminosa que indica que el siguiente cliente puede pasar.
Consulto con el guardia y me indica que debo hacer la cola y esperar mi turno para ser atendido. Hay poca gente, pero la fila se mueve lentamente. Los argentinos en todas partes parecen ir sin apuro ni estrés. Miro al hombre con gabardina y paraguas que está junto a mí y comienzo a conversar con él sobre el clima y la evidente certeza del hombre, por su atuendo, de que lloverá.
-Han anunciado lluvia para hoy y, aunque los pronósticos a veces no aciertan, creo que hoy sí lloverá -dice y, efectivamente, a través de la pared de vidrio del banco ya se ve la lluvía caer.
Le comento nuestra intención de ir a Tigre y el hombre me dice que connel clima como está no es un paseo recomendable el de Tigre.
-Mejor quédense por aquí. Vayan a Recoleta y paseen por la calle Arroyo donde hay un montón de galerías de arte. Pueden pasear por allí y conocer la embajada de Francia que es muy bella y el monumento al pueblo judío que están por allí mismo.
Le pregunto por qué el banco tiene completamente tapiada la visión hacia los cajeros y si todas las agencias son así y me explica que es por razones de seguridad. De esa forma, no se ve cuánto dinero retira el cliente y al salir hay menos posibilidades de que lo sigan para robarlo. Es una medida que se adoptó desde hace unos dos años por el incremento de robos a la salida de los bancos y que parece haber dado buenos resultados.
Llega su turno de ser atendido y me quedo pensando que en Venezuela los paneles podrían servir con doble propósito, el de evitar los robos como en Argentina y, a la vez, eliminar el trafico de influencias. Si los clientes no pueden ver al cajero ni el cajero a los clientes, quedaría muy limitado el que «el amiguito» pase por encima de quienes están haciendo su cola pacientemente.
Es mi turno de pasar tras el panel, me dan mis monedas y salgo a la calle donde espera Cristian para tomar el autobús que para justo en la esquina. Aún llovizna pero con menos intensidad que un rato antes. A los pocos minutos llega el colectivo y embarcamos rumbo a La Boca.
Yo tomo asiento junto a una señora y Cristian unos puestos más atrás junto a un señor. Mientras la señora me va contando que está jubilada y que trabajó un tiempo en la casa Rosada, voy viendo por la ventanilla, la ciudad. Ella me indica qué debo hacer al llegar a la parada para ir a Caminito. Me cuenta que para ella no es lo mejor de Buenos Aires, que esa pobreza no le parece a ella que sea para enorgullecerse. Que es mejor ir a la zona de Puerto Maderos, donde tienen residencias los ricos en lujosas edificaciones, pero que entiende que La Boca se ha convertido con el tiempo en paseo para turistas.
Mientras la señora me habla de la pobreza del barrio, veo en un inmenso porche de un edificio de la avenida, tras las anchas columnas, unas «camas» dispuestas con un montón de enseres en lo que aparenta ser el lugar donde duermen familias completas de indigentes. A la velocidad del bús logró distinguir tres camas y pienso que, en realidad, no es necesario llegar hasta La Boca para ver la pobreza. Son muchas las zonas de Buenos Aires en las que uno se la tropieza.
Por su parte, Cristian habla de política con el señor que está a su lado quien ha oído hablar de Chávez pero no parece estar muy enterado. El hombre le dice:
-Pero a lo mejor no es tan malo. Puede ser que necesite tiempo.
-¿Más tiempo? Si ya tiene 14 años mandando.
-¡14! -grita el hombre- ¡No puede ser, entonces tienen que salir de él ya!
Llegamos al final del trayecto del bús. El día ha despejado, el sol sale y el cielo se torna hermosamente azul. Descendemos y comenzamos a caminar hacia la derecha, cruzamos la calle, caminamos por el boulevard que bordea el río dejando atrás el puente de hierro, pasamos frente a una estatua que pone al pie Benito Quinquela Martín y al levantar la vista, se ve al fondo el colorido paisaje de madera láminas de zinc pintadas de colores fuertes con las que construyen los conventillos, característicos de la zona. Allí frente a nosotros, nace Caminito, la entrada turística a La Boca.
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