Cuando un venezolano ve la película “Invictus” de Clint Eastwood no puede evitar preguntarse qué sería de nuestro país si en 1998 hubiese ganado la presidencia un hombre como Nelson Mandela. Un líder que logró imponerse sobre sus miserias y resentimientos para hacer que Sudáfrica superara una larga y cruel historia de segregación y racismo.
Desde las primeras imágenes de “Invictus”, uno comienza a encontrar elementos en la historia con los cuales se siente identificado. Es que para ningún venezolano son extrañas la pobreza y las injusticias sociales. Hemos crecido entre contradicciones. Por eso ver la secuencia en la película que muestra a unos jóvenes pudientes jugando rugby en una cancha y con uniformes impecables frente a unos niños pobres que hacen lo mismo descalzos y en un terreno baldío, no nos causa asombro pues eso siempre ha formado parte de nuestra cotidianidad.
La película nos enseña una Sudáfrica tan parecida a Venezuela que, cuando la pantalla se llena con ese plano general de una zona plagada de favelas o “ranchos”, como les decimos aquí, fue como si me hubieran tirado de los pelos y me retrocedieran 15 años, cuando llegué a Maracaibo y tuve la oportunidad de recorrer las zonas más pobres de la ciudad.
La impresión y desconcierto que tuve en el cine fueron los mismos que sentí cuando caminé por barrios enteros construidos con latas de zinc por los cuatro costados y el techo. Por un momento, tuve la impresión de que lo que se reflejaba en la pantalla había sido filmado en Maracaibo y las preguntas que me cruzaron por la mente fueron las mismas de hace 15 años: ¿Cómo pueden vivir unos seres humanos en esas condiciones? ¿Cómo pueden soportar el calor concentrado en esos hornos de lata, si la temperatura afuera puede llegar a los 40 grados centígrados?
Contacto con la pobreza siempre he tenido. De pequeño, fueron muchos los viajes a Caracas para visitar a parientes que vivían a orillas de la panamericana y en cuyas viviendas se podía apreciar, detrás del cartón piedra, lo roca viva de la montaña. Muchos años después, ya graduado de comunicador social, volví a Caracas y durante la producción de una campaña publicitaria, de nuevo frecuenté barrios como los de Petare, El Valle, Catia y 23 de Enero. Fueron muchas las escaleras que subí haciendo la producción de la campaña y fue mucho el contacto humano que tuve con los habitantes de esas zonas. Pero, aunque en ocasiones me sumía en la depresión por ver las condiciones en que, más que vivir, sobrevivían, esas humildes personas en Caracas, nada se podía comparar con la pobreza extrema que vi en Maracaibo.
Por eso, esa toma de las favelas de Sudáfrica en “Invictus” me erizó la piel y, a partir de ese momento no pude dejar de hacer comparaciones entre lo que vivió el país africano con Mandela, y lo que vivimos actualmente en Venezuela, pues, esos pobres de solemnidad que vi en diferentes etapas de mi vida siguen estando allí y siguen multiplicándose.
“Soy el amo de mi destino. Soy el capitán de mi alma”
La película no es más que la narración de un capítulo de la historia de la presidencia de Nelson Mandela, se podría decir que se basa en una anécdota. Pero, es un capítulo que muestra lo grande que puede llegar a ser un hombre cuando no se deja guiar por resentimientos y ambiciones personales. Un hombre que decidió ser el amo de su destino y el capitán de su alma y no permitir que la injusticia vivida con sus casi 30 años de prisión fuera la base sobre la que se cimentara su gobierno.
Mandela, magistralmente interpretado por Morgan Freeman, consigue en el rugby el medio para lograr unir a su país, hasta ese momento fatalmente dividido por tantos años de apartheid. Para conseguir esa unión de las dos mitades del país, el presidente convoca a François Pienaar (Matt Damon), capitán del equipo «Los Sprinboks” y ambos se empeñan en hacer que el país entero apoye a un equipo que, en principio, era odiado por la población negra de Sudáfrica al considerarlo un símbolo de la segregación racial. Ambos personajes se elevan sobre sus prejuicios y resentimientos y logran que el país obtenga el trofeo de campeón en la Copa del Mundo de Rugby de 1995.
Termina la película y uno queda con sentimientos encontrados frente a lo que acaba de ver. Por un lado, la satisfacción de haber asistido a una buena pieza cinematográfica, bien actuada y bien contada y con la alegría de saber que lo que se vio en la pantalla no era sólo una ficción sino que estaba basada en hechos reales que nos demuestran que la reconciliación de un país no es imposible cuando, ese objetivo, se antepone a cualquier otra cosa.
Pero, por el otro lado, el amargo sabor de sentir que en Venezuela esa reconciliación, día a día, parece hacerse más inalcanzable. ¿Cómo reunificar a un país si desde las altas esferas del gobierno lo que se estimula es el resentimiento, el rencor y la violencia de un grupo de venezolanos contra otro?
No se puede reconciliar a un país si a un sindicato «equis» se le crea, para enfrentarlo, a un sindicato «ye». A una federación de empresarios se enfrenta con otra federación de empresarios “oficialistas”. Al movimiento estudiantil se le divide con la creación de otro movimiento estudiantil de tendencia oficialista. Al conjunto de universidades centenarias se le crea una universidad bolivariana para enfrentarla…
Entonces, uno piensa en esas palabras que dice Pienaar, luego de visitar el sitio donde estuvo prisionero Mandela por años:
“Estaba pensando, ¿cómo ha podido pasar 30 años en una celda minúscula y luego salir y perdonar a los que lo encerraron ahí?”
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