Pienso en la posibilidad de la reencarnación y de la existencia de vidas pasadas y nunca me he podido imaginar que fui un faraón o un conquistador, o una especie de Spartacus o un perro heroico. Hace mucho se me metió en la cabeza que de haber vivido en otras vidas, seguramente fui una persona con síndrome de Down y que me tocó vivir en una época en la que tener un cromosoma de más era un estigma, una vergüenza.
Hasta hace relativamente pocos años, las personas con Down o trisomía 21 eran tratadas como locos, los aislaban y los escondían en la última habitación del patio trasero o en los sótanos. A lo mejor en alguna de mis vidas pasadas fui uno de esos seres estigmatizados por la familia y la sociedad, la mácula del hogar que debía ser apartada de la vista de los amigos brindándole apenas los recursos mínimos de alimentación y agua para sobrevivir. Como me parece recordar haber visto de pequeño en alguna película de terror en blanco y negro.
Estos pensamientos empezaron a comerme el coco porque siempre que he conocido alguna persona con Down me parece que sienten empatía conmigo. Es como si ellas pudieran ver en mí los rastros del sufrimiento vivido en esa vida anterior. En mi imaginación siento que tal vez ellos me identifican como uno de los suyos que no tuvo la suerte de vivir en un tiempo como el actual en el que las personas especiales son queridas y respetadas por su familia y, generalmente, son un orgullo para sus padres y parientes. Creo que son ellos los que se compadecen de mí porque nunca mis padres me mostraron a la gente pues mi tercer cromosoma en el par 21 era una mancha en sus vidas que a cada mirada les hacía creer que algo muy malo debían haber hecho para que Dios los castigara con esa especie de “monstruo”.
Si bien es cierto que no me imagino a alguna pareja pidiéndole a Dios que le mande un hijo con síndrome de Down, sí puedo dar testimonio de la felicidad, satisfacciones y orgullo que estos seres han traído a sus familias una vez superado el shock inicial de la noticia y comprendida la condición diferente del nuevo integrante del núcleo familiar.
Mi primera aproximación al mundo de las personas especiales fue cuando tenía como 9 o 10 años y mi prima Mariela me llevó una tarde de visita a su sitio de trabajo. Recuerdo que llegamos a una casa grande, con pisos de bellos y pulidos mosaicos, con patio central y muy bulliciosa porque estaba llena de niños. Al llegar al desnivel que tenía el pasillo para bajar al patio, me detuve un momento para que la retina se acostumbrara a la brillante luz del sol que entraba. Me aproximé a los bullangueros muchachos que jugaban y pude notar que eran físicamente diferentes a mí y a mis compañeros de colegio. Jugaban, gritaban y sonreían como todos mis amiguitos, pero sus ojos eran achinados, los brazos y piernas de algunos parecían ser más cortos o sin las proporciones a las que estaba acostumbrado. Sus manos eran regordetas y mórbidas, con dedos cortos y con pulgares más anchos de lo normal. Al hablar parecían tener una grande y pesada lengua que les dificultaba la comunicación oral.
Recuerdo que sentí un gran temor al verlos. Miré a mi prima y me dijo:
-Ellos son mis “mongoliquitos”.
En su mirada y en su tono de voz aparecieron de inmediato una ternura y un amor que no tenían nada que ver con lástima ni compasión y muchos menos con el sentido que la palabra «mogólico» había tenido para mí hasta entonces. “Son los niños excepcionales con los que trabajo”, me dijo, utilizando la palabra “excepcional” porque en ese entonces era la que se usaba para identificar a las personas “especiales” o con “capacidades especiales” como me gusta más llamarlas.
Su amorosa sonrisa se desplegó al máximo cuando algunos de los muchachos se le acercaron con ojos brillantes de alegría, riendo para saludarla con un fuerte abrazo que le llegaba apenas a la cadera. Inmediatamente comprendí en mi mente infantil que esos niños realmente adoraban a Mariela.
Mi temor inicial se fue disipando a medida que los niños descubrían que yo estaba allí. Algunos se me fueron acercando sonriendo y con picardía en los ojos. Me tocaban, me sobaban los brazos, me acariciaban el pelo liso y brillante y algunas de las niñas se atreviieron hasta a abrazarme y darme un beso. Parecía que ellos estaban tan asombrados conmigo como yo con ellos.
Después Mariela me explicó algo de los 23 pares de cromosomas que no entendí para nada y cómo en la mayoría de los chicos que había visto en su trabajo, había sucedido algo en el par 21 que hacía que tuvieran tres cromosomas en lugar de los dos correspondientes y que eso era lo que hacía que tuvieran esas características físicas y las dificultades de aprendizaje y lenguaje que había visto en mis nuevos amigos.
Algún tiempo después, un día que fui a su casa a visitarla, me encontré con uno de los muchachos allí. Como hacía de vez en cuando, Mariela lo había llevado a almorzar con Tía Ana y a pasar la tarde con ellas.
No sé si él me reconoció. Yo ciertamente no lograba distinguirlo dentro del grupo que había conocido aquella tarde, pero, al no más verme se me acercó sonriendo, me tomó del brazo y no se separó de mí en toda la tarde. Era blanco, de ojos vivaces, pelo liso y labios rosados. En ese entonces calculé que tendría 6 o 7 años, pero ahora no puedo asegurarlo porque descubrí que las personas con síndrome de Down parecieran tener un pacto con el tiempo que les permite, como a los ángeles, no reflejar en sus rostros el paso de los años.
Una vez más la empatía se hacía presente y la atracción de esas personas por mí parecía confirmarse, como me sucedería también con algunos de los chicos especiales que conseguía en la calle o en los supermercados. Me veían y se quedaban contemplándome sin pestañear y sin quitar la sonrisa de sus labios. A donde me movía yo, ellos dirigían la mirada. Así fue tomando cuerpo en mi mente la posibilidad de haber sido uno de ellos en mi vida anterior.
A partir de mi experiencia con Mariela, aprendí a respetar a esos muchachos. La palabra “mongólico”, aunque no la volví a utilizar, dejó de tener para mí la connotación negativa con la que en muchos casos se la espetaba a la cara de algún amigo para insultarlo en el transcurso de una discusión.
Cuando Mariela decía “mis mongólicos” nunca tenía una intención negativa ni cargada de lástima o pena. Ella les llamaba “Mis mongoliquitos” y su expresión sólo destilaba amor por esos pequeños a los que dedicó muchos años de su vida. Ella me explicó que les decían “mongólicos” justamente por sus ojos achinados que hacían que parecieran oriundos de Mongolia pero que la gente utilizaba el término de forma peyorativa para mofarse u ofender a quienes son torpes o lerdos en su accionar o para burlarse de las personas con síndrome de Down.
Con ella aprendí que esas personas “especiales” sólo saben dar cariño, alegría y sinceridad y, con el tiempo, entendí que a cambio sólo esperan lo mismo, además de respeto hacia su persona. Ellas no están enfermas, no son “pobrecitos” son personas con una condición particular y con capacidades especiales, en las que la expresión “qué lástima” siempre está de más.
Por eso, yo no puedo sentir por ellas lástima, pena, piedad ni compasión. Ellas no se lo merecen. No puedo
evitar emocionarme hasta la última fibra de mi ser cuando Pocho, que aunque no es Down entra en el rango de personas especiales, me recibe lleno de alegría con su fuerte abrazo, cuando me aprieta la cara o me levanta y baja los brazos para hacerme los ejercicios de la terapia. La emoción me eriza la piel cuando mi sobrino Miguel Andrés apoya su mejilla sobre la mía y me dice: “Tío, te quiero mucho”. Así, sin más, porque le sale del alma. Porque en ese momento lo siente y lo dice con sinceridad y sin ninguna pena o temor.
Actualmente, cuando oigo que alguien, para insultar le dice a otra persona “mongólico”, no me puedo enojar, ni siquiera me molesto. Sólo pienso en algunos de los seres especiales que conozco, en sus capacidades y talentos, en su honestidad para decir o expresar de cualquier forma lo que piensan y sienten, algo que la mayoría de nosotros hemos ido dejando en el camino de la “educación y los buenos modales”. Entonces pienso y me pregunto ¿Quién es el “mongólico”?
Sería interesante que cuando alguno de nosotros pretendamos insultar a alguien diciéndole “mongólico”, “retardado mental” o “autista”, pensáramos un poco en ¿Quién es más mongólico?
¿Acaso ese joven Nobuyuki Tsujii que, además de Down es invidente y que interpreta al piano de manera magistral “La Campanella” de Liszt o yo que nunca he aprendido a distinguir un do de un la y que la naturaleza en lugar de darme membrana del tímpano parece haberme dotado con «cuero» del tímpano?
¿Quién es más bobo?
¿El amigo que empaca en la panadería y que un día le dijo a su mamá que no quería ir más a la escuela especial porque sentía que en lugar de avanzar estaba echando para atrás y con las mismas se presentó en la panadería y gritó:
-¿Aquí necesitan un trabajador?
-¿Quién es el trabajador? Dijo el dueño.
-¡YO! Dijo el joven de 20 años con toda seguridad.
-Y ¿Qué sabéis hacer?
-¡Empacar, más un coño!
Y desde entonces uno se lo encuentra allí, al pie de la caja todas las mañanas, pendiente de sus bolsas, contento, feliz, sintiéndose útil.
O yo, que siempre me ayudaron y acompañaron a la hora de conseguir empleos?
¿Quién es más tarado?
¿Pocho que tiene el talento y la habilidad de sacar de una caja de creyones de cera y un papel las más expresionistas de las pinturas, con texturas y haces de luz imposibles de creer o yo que no soy capaz de hacer una línea recta con una regla o un círculo con un compás y que nunca he entendido la utilidad del círculo cromático?
¿Quién es más estúpido?
¿La joven Izaskun Buelta, con síndrome de Down y dependienta de una bombonería en Madrid, de 32 años, que se enfrenta a Zapatero, el presidente del gobierno español, para exigirle de manera seria y firme que se cumpla con el dos por ciento de empleos que estipula la ley para los ciudadanos con síndrome de Down o yo que no soy capaz de hablar ante más de cuatro personas sin que se me quiebre la voz y me tiemblen las manos?
¿Quién es más lerdo?
¿Mi sobrino Miguel Andrés que toca la batería con un ritmo asombroso en la Orquesta además de practicar Karate y hacer natación o yo que no soy capaz de tocar con ritmo ni siquiera el timbre de las puertas?
Creo que antes de permitirnos insultar a una persona con palabras como “mongólico”, “retrasado mental” o similares, deberíamos pensar en las capacidades que todos ellos tienen, revisarnos bien y ver si nosotros tenemos alguna de esas habilidades porque, tal vez, el insulto se nos devuelva.
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