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Archivo mensual: marzo 2011

¿Quién será el «mongólico»?

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Miguel Andrés con algunas de sus primas

Pienso en la posibilidad de la reencarnación y de la existencia de vidas pasadas y nunca me he podido imaginar que fui un faraón o un conquistador, o una especie de Spartacus o un perro heroico. Hace mucho se me metió en la cabeza que de haber vivido en otras vidas, seguramente fui una persona con síndrome de Down y que me tocó vivir en una época en la que tener un cromosoma de más era un estigma, una vergüenza.

Hasta hace relativamente pocos años, las personas con Down o trisomía 21 eran tratadas como locos, los aislaban y los escondían en la última habitación del patio trasero o en los sótanos. A lo mejor en alguna de mis vidas pasadas fui uno de esos seres estigmatizados por la familia y la sociedad, la mácula del hogar que debía ser apartada de la vista de los amigos brindándole apenas los recursos mínimos de alimentación y agua para sobrevivir. Como me parece recordar haber visto de pequeño en alguna película de terror en blanco y negro.

Estos pensamientos empezaron a comerme el coco porque siempre que he conocido alguna persona con Down me parece que sienten empatía conmigo. Es como si ellas pudieran ver en mí los rastros del sufrimiento vivido en esa vida anterior. En mi imaginación siento que tal vez ellos me identifican como uno de los suyos que no tuvo la suerte de vivir en un tiempo como el actual en el que las personas especiales son queridas y respetadas por su familia y, generalmente, son un orgullo para sus padres y parientes. Creo que son ellos los que se compadecen de mí porque nunca mis padres me mostraron a la gente pues mi tercer cromosoma en el par 21 era una mancha en sus vidas que a cada mirada les hacía creer que algo muy malo debían haber hecho para que Dios los castigara con esa especie de “monstruo”.

Si bien es cierto que no me imagino a alguna pareja pidiéndole a Dios que le mande un hijo con síndrome de Down, sí puedo dar testimonio de la felicidad, satisfacciones y orgullo que estos seres han traído a sus familias una vez superado el shock inicial de la noticia y comprendida la condición diferente del nuevo integrante del núcleo familiar.

Mi primera aproximación al mundo de las personas especiales fue cuando tenía como 9 o 10 años y mi prima Mariela me llevó una tarde de visita a su sitio de trabajo. Recuerdo que llegamos a una casa grande, con pisos de bellos y pulidos mosaicos, con patio central y muy bulliciosa porque estaba llena de niños. Al llegar al desnivel que tenía el pasillo para bajar al patio, me detuve un momento para que la retina se acostumbrara a la brillante luz del sol que entraba. Me aproximé a los bullangueros muchachos que jugaban y pude notar que eran físicamente diferentes a mí y a mis compañeros de colegio. Jugaban, gritaban y sonreían como todos mis amiguitos, pero sus ojos eran achinados, los brazos y piernas de algunos parecían ser más cortos o sin las proporciones a las que estaba acostumbrado. Sus manos eran regordetas y mórbidas, con dedos cortos y con pulgares más anchos de lo normal. Al hablar parecían tener una grande y pesada lengua que les dificultaba la comunicación oral.

Recuerdo que sentí un gran temor al verlos. Miré a mi prima y me dijo:

-Ellos son mis “mongoliquitos”.

En su mirada y en su tono de voz aparecieron de inmediato una ternura y un amor que no tenían nada que ver con lástima ni compasión y muchos menos con el sentido que la palabra «mogólico» había tenido para mí hasta entonces. “Son los niños excepcionales con los que trabajo”, me dijo, utilizando la palabra “excepcional” porque en ese entonces era la que se usaba para identificar a las personas “especiales” o con “capacidades especiales” como me gusta más llamarlas.

Su amorosa sonrisa se desplegó al máximo cuando algunos de los muchachos se le acercaron con ojos brillantes de alegría, riendo para saludarla con un fuerte abrazo que le llegaba apenas a la cadera. Inmediatamente comprendí en mi mente infantil que esos niños realmente adoraban a Mariela.

Mi temor inicial se fue disipando a medida que los niños descubrían que yo estaba allí. Algunos se me fueron acercando sonriendo y con picardía en los ojos. Me tocaban, me sobaban los brazos, me acariciaban el pelo liso y brillante y algunas de las niñas se atreviieron hasta a abrazarme y darme un beso. Parecía que ellos estaban tan asombrados conmigo como yo con ellos.

Después Mariela me explicó algo de los 23 pares de cromosomas que no entendí para nada y cómo en la mayoría de los chicos que había visto en su trabajo, había sucedido algo en el par 21  que hacía que tuvieran tres cromosomas en lugar de los dos correspondientes y que eso era lo que hacía que tuvieran esas características físicas y las dificultades de aprendizaje y lenguaje que había visto en mis nuevos amigos.

Algún tiempo después, un día que fui a su casa a visitarla, me encontré con uno de los muchachos allí. Como hacía de vez en cuando, Mariela lo había llevado a almorzar con Tía Ana y a pasar la tarde con ellas.

No sé si él me reconoció. Yo ciertamente no lograba distinguirlo dentro del grupo que había conocido aquella tarde, pero, al no más verme se me acercó sonriendo, me tomó del brazo y no se separó de mí en toda la tarde. Era blanco, de ojos vivaces, pelo liso y labios rosados. En ese entonces calculé que tendría 6 o 7 años, pero ahora no puedo asegurarlo porque descubrí que las personas con síndrome de Down parecieran tener un pacto con el tiempo que les permite, como a los ángeles, no reflejar en sus rostros el paso de los años.

Una vez más la empatía se hacía presente y la atracción de esas personas por mí parecía confirmarse, como me sucedería también con algunos de los chicos especiales que conseguía en la calle o en los supermercados. Me veían y se quedaban contemplándome sin pestañear y sin quitar la sonrisa de sus labios. A  donde me movía yo, ellos dirigían la mirada. Así fue tomando cuerpo en mi mente la posibilidad de haber sido uno de ellos en mi vida anterior.

A partir de mi experiencia con Mariela, aprendí a respetar a esos muchachos. La palabra “mongólico”, aunque no la volví a utilizar, dejó de tener para mí la connotación negativa con la que en muchos casos se la espetaba a la  cara de algún amigo para insultarlo en el transcurso de una discusión.

Cuando Mariela decía “mis mongólicos” nunca tenía una intención negativa ni cargada de lástima o pena. Ella les llamaba “Mis mongoliquitos” y su expresión sólo destilaba amor por esos pequeños a los que dedicó muchos años de su vida. Ella me explicó que les decían “mongólicos” justamente por sus ojos achinados que hacían que parecieran oriundos de Mongolia pero que la gente utilizaba el término de forma peyorativa para mofarse u ofender a quienes son torpes o lerdos en su accionar o para burlarse de las personas con síndrome de Down.

Con ella aprendí que esas personas “especiales” sólo saben dar cariño, alegría y sinceridad y, con el tiempo, entendí que a cambio sólo esperan lo mismo, además de  respeto hacia su persona. Ellas no están enfermas, no son “pobrecitos” son personas con una condición particular y con capacidades especiales, en las que la expresión “qué lástima” siempre está de más.

Por eso, yo no puedo sentir por ellas lástima, pena, piedad ni compasión. Ellas no se lo merecen. No puedo

En el centro, Pocho, pintor de increíbles colores, luces y texturas

evitar emocionarme hasta la última fibra de mi ser cuando Pocho, que aunque no es Down entra en el rango de personas especiales, me recibe lleno de alegría con su fuerte abrazo, cuando me aprieta la cara o me levanta y baja los brazos para hacerme los ejercicios de la terapia. La emoción me eriza la piel cuando mi sobrino Miguel Andrés apoya su mejilla sobre la mía y me dice: “Tío, te quiero mucho”. Así, sin más, porque le sale del alma. Porque en ese momento lo siente y lo dice con sinceridad y sin ninguna pena o temor.

Actualmente, cuando oigo que alguien, para insultar le dice a otra persona “mongólico”, no me puedo enojar, ni siquiera me molesto. Sólo pienso en algunos de los seres especiales que conozco, en sus capacidades y talentos, en su honestidad para decir o expresar de cualquier forma lo que piensan y sienten, algo que la mayoría de nosotros hemos ido dejando en el camino de la “educación y los buenos modales”. Entonces pienso y me pregunto ¿Quién es el “mongólico”?

Sería interesante que cuando alguno de nosotros pretendamos insultar a alguien diciéndole “mongólico”, “retardado mental” o “autista”, pensáramos un poco en ¿Quién es más mongólico?

¿Acaso ese joven Nobuyuki Tsujii que, además de Down es invidente y que interpreta al piano de manera magistral “La Campanella” de Liszt o yo que nunca he aprendido a distinguir un do de un la y que la naturaleza en lugar de darme membrana del tímpano parece haberme dotado con «cuero» del tímpano?

¿Quién es más bobo?

¿El amigo que empaca en la panadería y que un día le dijo a su mamá que no quería ir más a la escuela especial porque sentía que en lugar de avanzar estaba echando para atrás y con las mismas se presentó en la panadería y gritó:

-¿Aquí necesitan un trabajador?

-¿Quién es el trabajador? Dijo el dueño.

-¡YO! Dijo el joven de 20 años con toda seguridad.

-Y ¿Qué sabéis hacer?

-¡Empacar, más un coño!

Y desde entonces uno se lo encuentra allí, al pie de la caja todas las mañanas, pendiente de sus bolsas, contento, feliz, sintiéndose útil.

O yo, que siempre me ayudaron y acompañaron a la hora de conseguir empleos?

¿Quién es más tarado?

¿Pocho que tiene el talento y la habilidad de sacar de una caja de creyones de cera y un papel las más expresionistas de las pinturas, con texturas y haces de luz imposibles de creer o yo que no soy capaz de hacer una línea recta con una regla o un círculo con un compás y que nunca he entendido la utilidad del círculo cromático?

¿Quién es más estúpido?

¿La joven Izaskun Buelta, con síndrome de Down y dependienta de una bombonería en Madrid, de 32 años, que se enfrenta a Zapatero, el presidente del gobierno español, para exigirle de manera seria y firme que se cumpla con el dos por ciento de empleos que estipula la ley para los ciudadanos con síndrome de Down o yo que no soy capaz de hablar ante más de cuatro personas sin que se me quiebre la voz y me tiemblen las manos?

¿Quién es más lerdo?

¿Mi sobrino Miguel Andrés que toca la batería con un ritmo asombroso en la Orquesta además de practicar Karate y hacer natación o yo que no soy capaz de tocar con ritmo ni siquiera el timbre de las puertas?

Creo que antes de permitirnos insultar a una persona con palabras como “mongólico”, “retrasado mental” o similares, deberíamos pensar en las capacidades que todos ellos tienen, revisarnos bien y ver si nosotros tenemos alguna de esas habilidades porque, tal vez, el insulto se nos devuelva.

Vivir con el Jesús en la boca

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Cae la noche. Termina una jornada más de trabajo y  uno se dirige a su casa. Llega, abre el portón del estacionamiento lo más rápidamente posible mirando a todos lados, mete el carro y con la misma velocidad sale, cierra el portón y, a paso veloz, llega a la puerta del edificio. Abre la reja, entra y cierra con llave. Con el corazón aún acelerado por la prisa, llega a su apartamento, destranca los tres candados de la protección, con tres vueltas de la llave abre la puerta. Vuelve a poner candados, cierra y pasa el pestillo junto con las tres vueltas de la llave para trancar. Ya adentro y a salvo, respira profundo y agradece a Dios, a la Virgen y a los ángeles de la guarda por haber logrado superar el día y llegar a casa sano y sin una desagradable novedad qué contar.

Pero no siempre las cosas son así. Un día en que en el cielo reluciría una superluna como hacía veinte años no se veía, te das cuenta que ese fenómeno celeste sólo lo puedes disfrutar a la carrera, apurado si quieres hacer unas fotos del evento. Pocos clicks rápidos y sin mucho enfocar ni encuadrar pues, a pocos metros, se acerca un hombre caminando y nunca se sabe si uno será su próxima víctima.

Entonces llegas a tu casa. Como siempre, apurado te bajas y cuando ya estas con la reja del edificio abierta y a punto de entrar, dos tipos empuñando una pistola se te acercan y con suave voz te ordenan: “Epa, chamo, párate allí”.

Sin tiempo a pensar en el peligro, corres, tiras la reja y subes aceleradamente las escaleras. Gritas para que los vecinos y el “vigilante” de la cuadra -que no es más que un espantapájaros que ni siquiera tiene un rolo-, llamen a la policía. Temblando logras quitar todos los sistemas de seguridad del apartamento y temblando también, cual lagartija, entras, cierras y das las gracias a Dios, una vez más, por haber superado de nuevo el día y sus peligros.

Al día siguiente te enteras que, a la misma hora, a pocos kilómetros de tu casa, un amigo está pasando por una tragedia similar pero con menos suerte.

El llega a visitar a unos amigos. Como ya ha pasado en varias oportunidades por la terrible experiencia de ser asaltado a mano armada, toma todas las precauciones. Mira a un lado y a otro antes de apagar su carro. Nada por ningún lado. La calle solitaria. Sólo se ve un taxi que se aproxima a la esquina. Confiado, el amigo se baja y cuando está a punto de tocar el timbre, justamente de ese taxi, descienden dos hombres, revólver en mano, lo apuntan en la sien y lo despojan de cartera, celular, camioneta y equipos médicos que en ella llevaba. De despedida, los malandros le dicen:

-Espera nuestra llamada.

Las palabras claves que indican que en las siguientes horas lo contactarán para solicitarle rescate por el vehículo. Lo que sigue es lo común en estos casos. Lo llaman, le piden 15 mil bolívares, él dice que no tiene tanto que sólo tiene ocho, los malandros bajan su pedido a 11 mil y así cierran la negociación y el auto regresa a las manos de su dueño, por supuesto, sin nada de los equipos que en él había.

Y así te toca salir a la calle hacer diligencias. Entonces, si mientras caminas a alguien se le ocurre ir detrás de de ti a menos de tres metros, el corazón se acelera, los pelos de los brazos y la nuca se erizan, un sudor frío comienza a brotarte por todos los poros del cuerpo, aceleras el pasó para alcanzar tu destino lo antes posible, tratando de ver por el rabillo del ojo a la persona que viene atrás para descubrir si, efectivamente, será el próximo que te asalte.

Una vez en el trabajo, la cosa no es muy diferente, sobre todo si eres propietario de un negocio que tiene que ver con público. Con temor pulsas el botón del interruptor que abre la puerta de la tienda y a medida que la gente avanza, buscas descubrir en su mirada alguna mala intención, escudriñas con la vista para ver si debajo de la camisa se observa alguna protuberancia que pueda ser un arma. El recorrido de la puerta hasta donde te encuentras -que abarca apenas unos ocho pasos-, se hace eterno y esperas que en cualquier momento te griten: “ESTO ES UN ATRACO”. Hasta que los clientes hablan, piden lo que necesitan y respira tranquilo.

Es que, justamente, el día anterior, un vendedor te ha contado que una pareja, hombre y mujer, ha atracado, en un mismo día dos establecimientos que se dedican al mismo ramo que el tuyo. Entran como unos clientes más y al rato ejecutan el atraco. Escuchas el cuento y, para tus adentros, agradeces una vez más a Dios por hacerte invisible a los malhechores, pero no puedes evitar pensar que, en cualquier momento, puedes pasar a engrosar las estadísticas de la víctimas.

Como le sucedió, es esa misma semana, a una amiga a quien le secuestraron el esposo. Lo  esperaron a la salida del trabajo, lo montaron a plena luz del día en una camioneta, se lo llevaron y ahora sólo queda esperar que negocien y lo entreguen con bien.

Entonces, recuerdas a aquella cliente que te contó, una semana atrás, que no quiere permanecer por mucho tiempo en el país, que no  soporta la inseguridad, que no puede quitarse de la mente cuando la intentaron atracar a ella en plena vía y quitarle su carro, o lo que sufrió con el secuestro de su hijo.

-A dos parientes de mi esposo los han secuestrado –dice-. Cuando fueron a pagar el rescate de uno de ellos, ¡las bolsas negras en las que llevaban los billetes pesaban cuarenta kilos! Así no se puede vivir.

Piensas: “Menos mal que yo pertenezco a la clase media-media en caída acelerada hacia la media-baja, lo cual me hace poco apetecible para el secuestro”.

Entonces, viene a la mente la moraleja del que cosecha patillas que leíste en alguna oportunidad:

“El negocio del secuestro es como el de sembrar patillas. Al principio, se cosechan las más grandes, luego las medianas y, al final, las que quedan”.

Un escalofrio te recorre el cuerpo pues, algunos de los casos de secuestrados de los que has conocido equivaldrían a las patillas medianas, indicio de que en cualquier momento el negocio puede llegar a ocuparse de personas como tu. ¡Si hasta casos de secuestros de perros ha habido y los propietarios han tenido que pagar para que sus mascotas regresen al hogar!

Así nos hemos ¿acostumbrado? A vivir con el Jesús en la boca. Paranóicos, asustados, temerosos.

A un amigo lo llaman para amenazarlo, le dicen que saben que está en ese momento en tal sitio y con tales personas y que pronto sabrá de ellos nuevamente. Cuelgan y al rato vuelven a llamar en el mismo tono. Al saber el cuento, corres a ver si la llamada la hicieron de algún teléfono cercano, pues el número quedó registrado en el celular de tu amigo. Llamas a una amiga que trabaja en la compañía telefónica para ver si te puede ubicar de quién es el número. Llamas a otra persona que tiene un contacto en la policía para que te ayude a ubicar a quienes amenazan a tu amigo. Te vas a tu casa con la cabeza embotada de tanto estrés, asustado.

Al final, luego de una hora de sobresalto, tu amigo recibe una última llamada en la que le dicen que todo fue una broma de un chistoso amigo quien pretendió hacer un chiste que a nadie le causó gracia y, mucho menos risa, porque todos hemos conocido casos de personas a las que llaman de esa forma para extorsionarlos y sabemos de la zozobra en la que esas personas viven.

Así trancurren tus días en un país donde ni siquiera una broma de mal gusto se puede hacer. Recuerdas a cada instante que hace unos meses a otro amigo lo despojaron a punta de revólver de su auto cuando llegaba a su trabajo. Que hace pocos años a unos amigos se les metieron a las nueve de la mañana a la casa, los amordazaron y cargaron con todo lo que podía tener algún valor y los dejaron amarrados hasta que lograron soltarse. Que en una oportunidad te «ruletearon» en un carro por puesto durante más de media hora con un revólver apuntando a la cabeza para despojarte de una cadena de oro y 300 bolívares.

Sabes que a los delincuentes ya no los detienen ni altos muros ni cercos eléctricos pues, hace pocos días, se metieron a robar en la casa de una amiga que tiene instalado ese sistema de seguridad. Duermes sobresaltado porque ni en tu casa, bajo siete llaves y con más rejas que una cárcel, te sientes seguro.

Por eso te molesta tanto cuando el gobierno dice que la inseguridad es sólo alarma mediática, que no es tan grave como lo muestran los medios.

¡Alarma mediática en un país dónde este tipo de delitos, de tan frecuentes y cotidianos que son, ya ni siquiera salen en los medios, no son noticia! La única forma de que un atraco se vea reflejado en los medios de comunicación es que en el momento en que se desarrolla el suceso se produzca un muerto o, por lo menos, un enfrentamiento con la policía. Ya la gente ni siquiera denuncia cuando sufre un atraco a mano armada, de allí que los registros de las estadísticas no reflejen lo que en realidad está sucediendo.

A los ciudadanos indefensos sólo nos queda encomendarnos a Dios, a la protección divina. Aprender a convivir con la paranoia que no parece ceder pues, cuando uno piensa que ya lo está superando, vuelve a ser víctima de un robo o se entera de que algún amigo o familiar lo ha sido.

MORENTE, LOS BEATLES, LUIS BRITO: Recuerdas a Eleonor Rigby…?

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Curucuteando en Youtube conseguí «Angel Caído», la última grabación de ese genio del flamenco Enrique Morente. Inmediatamente vinieron a mi mente las imágenes de los ángeles de ese otro genio de la fotografía que es Luis Brito. Y Así surgió este video que une los genios de Morente, Los Beatles y Luis Brito, «El Gusano».

Freakies en la radio

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Desde muy pequeño me ha gustado escuchar radio. No sé si esa afición comenzó a partir de un concurso que hizo mi maestra de cuarto grado en el cual, quien obtuviera la mayor calificación en el lapso se haría merecedor de un premio, un regalo que la maestra compraría con su propio dinero para agasajar al mejor de la clase. Llegó el momento crucial, sólo un compañero y  yo optábamos por el premio y, finalmente, por pocas décimas, gané yo y resultó que el galardón era un pequeño radio de bolsillo, de color anaranjado y que funcionaba con baterías. Aún recuerdo la emoción que sentí, Se mezclaban los sentimientos. Por un lado, el orgullo de haber sido el primero de la clase, por otro, tener un regalo que se convertiría en relicario al ser entregado por esa maestra que me tenía enamorado y embobado y, finalmente, porque era nada menos y nada más que un radio, portátil y de hermoso diseño, según mi gusto de preadolescente.

Como decía, no sé si mi afición por el mundo radial comenzó a partir de allí o si ya yo lo tenía y se afianzó al recibir el regalo de mi adorada maestra. Sólo sé que mis recuerdos de fanático de las ondas hertzianas arrancan a partir de ese día en que me gané mi pequeño aparatico. Por las noches lo encendía para aterrorizarme con los cuentos de terror que transmitían en radio Universidad a las 11 de la noche y luego quedarme dormido escuchando a Los Angeles Negros, Leo Dan, Nancy Ramos, los Bee Gees o Demis Roussos.

Desde entonces, la radio siempre ha estado cercana en mi vida. En la actualidad, mientras atiendo gente en mi tienda, reviso facturas o pongo precios, generalmente, de fondo, está sonando alguna emisora radial. Sin darme cuenta, paso gran parte del día en compañía de locutores, animadores, entrevistadores, música y publicidad y, por supuesto, en la Venezuela contemporánea, de las infaltables cadenas, las cuales prefiero oír por radio (un ratico nada más) a tener que someterme a la tortura de verlas por televisión porque ya es bastante castigo el audio para, encima, calarme la imagen. Por supuesto, cuando entra algún cliente y está sonando una cadena, le quito el volumen para no molestar a los posibles compradores que, frecuentemente, manifiestan su disgusto por la imparable verborrea del presidente.

Sí. La radio siempre ha estado presente a lo largo de mi vida, y a pesar de tantos años escuchándola, no deja de sorprenderme la poca calidad de lo que a diario nos ofrecen las emisoras. Es verdad que hay unas cuantas honrosas excepciones pero, en términos generales la programación que ofrecen es pobre, la preparación de los locutores deja mucho que desear y los niveles de producción son prácticamente nulos.

Pareciera que quienes tienen en sus manos espacios radiales no se tomaran en serio el oficio. Creen que hacer radio es llegar, sentarse frente al micrófono y comenzar a hablar disparates sin ilación, sin cuidar la sintaxis y el vocabulario. Producir un programa parece limitarse a tener una agenda de teléfonos con posibles entrevistados “expertos” en cada tema, llamarlos uno o dos días antes de la emisión para convocarlos y sentarlos a hablar del tema que desarrollarán a través del dial sin ni siquiera tomarse la molestia de pasar por google,  al menos, para tener una pequeña base sobre la cual apoyarse y que le permita enfrentar el tema y al entrevistado con  un mínimo de dignidad. Lo otro es llegar a la emisora, prender la laptop, conectarla al internet y empezar a leer cuanta cosa se atraviese en la pantalla.

Sé que la mayoría de los conductores de espacios creen que se la comen con sus programas, que no es necesaria la pre producción ni la preparación. Toman a los oyentes por necios, por personas sin criterio a quienes pueden engañar haciéndolos pensar que a quien escucha es un erudito. Lamento informarles que no es así. Si algo tienen el cine, la radio y la televisión es que no es fácil engañar al receptor porque la mayoría de las personas, con suerte, nacemos viendo y escuchando. Puede que muchos no tengan la suficiente formación para llegar a identificar exactamente cuál es la falla de determinado espacio o de un locutor en particular pero intuitivamente sienten que hay algo que no está bien, algo que no encaja.

El Chuuuuuniorrrr

Es harto conocida la capacidad que tienen los comediantes geniales para imponer personajes con los que imitan a alguna persona célebre o con los que reflejan la realidad de algunos colectivos. Cuando el comediante es verdaderamente un genio llega un momento en que sus ijmitaciones identifican más al famoso que el famoso en sí. Como sucedió por ejemplo con la imitación que de Mayte Delgado hiciera Norah Suárez, o la representación que hace Rolando Salazar del presidente Chávez. Sus actuaciones han llegado a ser tan fabulosas y a calar tanto en la mente del espectador que hay momentos en los que uno ve a Mayte o a Chávez y no sabe si Norah y Rolando los imitan a ellos o si son ellos los que imitan a los comediantes.

Uno de esos personajes que han pasado a la historia de la comedia en Venezuela es “El Chunior”, por eso a veces realmente no sé si molestarme o reírme con lo que escucho en la radio. Por momentos  me cuesta disernir si lo que estoy oyendo es un programa en serio o una parodia. Es realmente alarmante la cantidad de presentadores que parecieran estar imitando a “El Chunior”, ese famoso personaje encarnado por Emilio Lovera en La Rochela. Un locutor muy particular con un particular uso del lenguaje que nos mataba de risa. Cuando terminan estos espacios tanto los encabezados por hombres como los animados por mujeres, siempre me queda la duda de si “El Chunior se inspiró en este tipo de locutores o si ellos están tratando de seguir los pasos del personaje de Lovera.

¡Por Dios! Hacen unos comentarios que Alicia Machado, David Bisbal o la mexicana Dulce María no serían capaces de hacer ni en sus peores momentos de twitter y qué patético resulta escucharlos utilizar palabras en idiomas extranjeros sin tener ni la más remota idea de cómo se pronuncian ni qué significan. Lo peor es que les encanta hacerlo. Cada dos por tres meten un terminacho en inglés, francés o italiano que lo que da es vergüenza ajena. No se han dado cuenta que si ni siquiera manejan bien el castellano mucho menos pueden hacerlo con idiomas que desconocen por completo.

Pero parece ser que lo importante es hacerse popular, hacerse famoso, no interesa si los toman en serio o

La Tigresa de Oriente

si están pasando por freakies. Quieren ser reconocidos sin importarles que lo sean sólo para burlarse de ellos. Lamentablemente, la audiencia les sigue el juego y cuando algún “famoso” se les cruza en el camino corren a pedir fotos y autógrafos, aunque luego volteen a mofarse de ellos. Con los freakies de la radio pasa exactamente lo mismo que con los de la televisión, llegan a tener sus grupos de fans, como los tiene La Tigresa de Oriente de visita en estos días por Venezuela y con localidades agotadas o como los fanáticos españoles de la bruja Aramís o de Belén Esteban, ex de torero y reina de las friekies de la madre patria.

Más les valdría a unos cuantos trabajadores de la radio tomarse un poco más en serio su trabajo, leer, informarse, conocer sus limitaciones intelectuales, respetar a las audiencias, hacer que sus espacios sean un medio para que las personas se cultiven, aprendan a hablar, se informen. Tienen que mantener una formación continua y nunca dejar de aprender y estudiar si quieren ser tomados por profesionales serios y respetables y no pasar a engrosar las filas de los, cada día más tristemente célebres, “friekies”.

La XI Velada de Santa Lucía en el lente de Fernando Bracho

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XI VELADA DE SANTA LUCIA

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Como ya el año pasado hice un extenso post sobre la X Velada de Santa Lucía y lo complementé con el post de Ecos de la Velada, este año decidí hacer un video con las fotografías que Cristian Espinosa y yo tomamos de la XI Velada de Santa Lucía. Las imágenes están insertadas en el orden cronológico en que fueron tomadas y la acompañé con varias versiones de la canción Santa Lucía, una instrumental interpretada por El Cuarteto Napolitano, la verisión cantada en Suecia el 13 de diciembre durante la celebración de las festividades de la Santa y las interpretaciones que de esa tema hicieran Elvis Presley y Luciano Pavarotti.

Un «freak» en cadena

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Plató de DEC (Imagen de internet en info corazón)

De vez en cuando, especialmente los fines de semana, para escapar un poco de la realidad dura y a veces cruel que nos agobia a los venezolanos, para olvidar la inseguridad personal que nos obliga a encerrarnos en nuestras casa bajo siete llaves, rejas y cercos eléctricos, para evadir la profunda intolerancia que nos carcome, para eludir la cotidiana violencia y la avanzada pérdida de calidad de vida que nos deja cada día sin productos básicos de alimentación, sin servicios públicos que cumplan con un mínimo estándar de eficiencia, en fin para apartar mi mente y mi espíritu de la vida real que puede llegar a sumirnos en depresiones profundas de las que se hace cada vez más difícil salir, prendo el televisor y me dedico a ver por horas, dos o tres, dependiendo de lo entretenidos que estén y del sueño que me produzcan, programas del corazón de la televisión de España.

Si. Así de superficial y banal como suena, veo DEC por horas, dejo que sus emisiones me contaminen la mente con chismes de la Pantoja, su ex Julián Muñoz y su hijo, Paquirrín, con los escándalos del jet set español e internacional. Le permito a la Patiño que me torture los tímpanos con sus gritos destemplados y su vena brotada. Me molesto a rabiar con los comentarios racistas y discriminatorios que Chelo García Cortés se permite hacer sobre los sudamericanos y, especialmente, sobre los venezolanos. Me muero de la risa con las mariqueras de Jesús Mariñas y su obsesión por el paquete de Jaime Cantizano, me avergüenzo con las historias de Falete, un cantante tan bueno que no tendría necesidad de ese tipo de programas para demostrar su talento y darse a conocer,  y pretendo dejarme engañar con los falsos reportajes “robados” en los que queda completamente claro que se trata sólo de pactos entre personajes tomados supuestamente “in fraganti”, los fotógrafos y periodistas y las estaciones de televisión. Son sólo espectáculo barato para un público promedio que parece disfrutar con este tipo de shows.

Un viernes sí y otro también, en el plató de DEC como en el de la mayoría de los programas del corazón de la TV española, uno se encuentra con unos personajes que se catalogan a sí mismos como “Freak”, fenómenos, gente que en su desespero por alcanzar fama y popularidad son capaces de mostrar ante millones de televidentes, sin el menor pudor o rubor, sus peores miserias. Que cuentan sin remordimientos con quien se acuestan y con quien no, que insultan y demandan a sus padres, a sus madres o a sus hijos, hombres que no tienen reparo en describir y en muchos casos mostrar sus penes, mujeres que exhiben sus pechos. Personas que por dinero, pero principalmente por la subida de adrenalina que les produce la notoriedad y la popularidad, se asoman a las pantallas de los televisores como verdaderos “fenómenos” sin avergonzarse del ridículo que generalmente hacen.

Durante esas horas de programa, la televisión se transforma en una especie de circo en el que contemplamos, ya no a la mujer barbuda, a Kalimán el magnífico, al hombre elefante, al niño lobo o la mujer que se transforma en gorila a la usanza de los circos de la última mitad del Siglo XIX y que se mantuvieron hasta bastante avanzado el XX. En la “caja boba” aparecen Yola del Rocal enseñando los pechos y labios recientemente inflados de silicón y bótox, la bruja Lola con sus velas negras, sus peróxicas greñas alborotadas y unos ajados pechos que luchan por no salirse del estrecho lamé dorado, Dinio el caliente cubano ex novio de Marujita Diaz, devenido en actor porno gracias a sus no sé cuantos centímetros de virilidad, Bienvenida Pérez, femme fatale que no se ruboriza al decir que se ha casado siempre por dinero y hasta ha escrito un libro sobre cómo lograrlo, Isaac, supuesto ex novio de Falete que pretende ser entrevistador y cantante y que ahora asegura ser heterosexual y que todo fue un montaje, la actriz porno Lucía La Piedra con su tono de voz de niña tonta y sus inverosímiles historias amorosas, La Veneno una exuberante transexual ex presentadora de televisión que en sus buenos tiempos paraba el tráfico y que se ha convertido en una verdadera freak con historia de prostitución callejera, paso por la cárcel incluido y con constantes amenazas de contar con qué políticos y famosos se encamó…

En fin, que la fauna es larga, la lista se puede hacer interminable, a ratos divertida, generalmente vergonzante, definitivamente anegada de ridiculez, impúdica, lamentable y lastimosa.

Hace poco, mientras hacía zapping porque el programa del corazón que estaba viendo se me hacía tedioso, caí en un canal venezolano para conseguirme con una cadena del presidente Chávez y el cantante de música venezolana Cristóbal Jiménez en lo que pretendía ser un homenaje póstumo al recientemente fallecido cantautor criollo, nacido en Apure, Eneas Perdomo, conocido en  todo el país por su “Fiesta en Elorza”, entre otras composiciones.

Por un rato detuve el control del televisor en lo que se desarrollaba en la pantalla y que se transmitía a todo el país en cadena de radio y televisión. Chávez cantaba (o creía que lo hacía porque en realidad parecía que berreaba), gesticulaba cómo muchachito de tercer grado carente talento en un acto cultural de cierre de curso, animaba pretendiendo parecer un Amador Bendayán en el viejo y maratónico programa sabatino que el pequeño animador presentaba, creo que llegó hasta a bailar y declamar. La verdad, el estómago no me dio para soportar más de 5 o 10 minutos de ese adefesio insoportable por el cual Eneas Perdomo debe aún revolcarse en su tumba.

Lo cierto es que esos pocos minutos que observé la mamarrachada de cadena, me hicieron reflexionar sobre cómo veríamos a Chávez si no fuera presidente del país. Ponga por unos minutos la cadena, esta de Eneas Perdomo, o cualquier otra, seguro estoy que la que consiga tendrá algunos largos minutos de “canto” baile o declamación del mandatario, haga abstracción del cargo que en la actualidad y desde hace 12 años detenta, observe su manera de conducirse, de relatar anodinas anécdotas de su vida pasada, de contar malos chistes y, dígame, si no fuera presidente, ¿no sería un freaky más de la televisión de cualquier país?