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Mi pasión por la pasión viviente

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Cuando escuché los tambores de la procesión corrí a su encuentro. Habían pasado muchísimos años desde la última vez que había asistido a una representación de la Pasión Viviente en La Parroquia y esta vez coincidía con la celebración de los 100 años de esa tradición en el pequeño pueblo de Mérida, donde nací.

Cuando los alcancé, me di cuenta que el corazón se me había acelerado y latía con gran fuerza casi al ritmo de los redoblantes. Estaba realmente acelerado, como cuando niño, que me atraía y me asustaba la escenificación de la pasión y muerte de Jesús. Las pupilas las tenía dilatadas para que en la oscuridad de la noche no se me escapara nada y, a ratos, la luz de las antorchas me deslumbraba.

No podía alejar de mi mente aquella primera vez que asistí a la escenificación de la resurrección en la iglesia. Aunque no recuerdo exactamente qué edad tenía, sé que era un niño,  estaba lo suficientemente pequeño como para que el ruido de unos tambores, el corre corre de los judíos y el estruendo de los tambores y redoblantes en la procesión y en la búsqueda y captura de Jesús me impresionara y asustara. Ya mi temor había superado las dos primeras noches de representaciones y, ese sábado de Gloria, a las 11 de la noche, fui a la iglesia decidido a contemplar el último acto: La Resurrección.

Me monté sobre una silla, flanqueado a ambos lados por mis hermanas Ana Aída y Yandira, casi frente a la tumba edificada a un costado del Altar Mayor. La iglesia, que siempre ha sido acogedora y tibia, me lucía lúgubre y las imágenes de los santos cubiertas con telas moradas me tenían asombrado. Mis ojos de niño miraban a todos lados como queriendo capturar de un solo sopetón todo lo que allí ocurría.

De repente, las luces del recinto comenzaron a encenderse y apagarse frenéticamente, los tambores retumbaban más fuertemente que nunca y su batir se multiplicaba por el eco del lugar. Escuchaba cómo las sandalias de los judíos sonaban en un inquietante ir y venir corriendo por el pasillo central del templo. Volteé asustado hacía el sitio de donde provenía el rebullicio, pero mi pequeña estatura solo me permitía distinguir por encima de las cabezas de la gente, las crestas peludas de los cascos de cuero de los soldados y el revoloteo de estandartes y banderas que se agitaban violentamente en el aire. A los tambores se le sumaban los ruidos producidos por las matracas y los latones que cimbraban los judíos y el golpeteo a las panderetas y, por sobre todo esto, yo escuchaba mi propio corazón que parecía imponerse por sobre el infernal ruido.

De pronto, la voz del cura dijo, o creo recordar que dijo:

-Gloria a Dios en las alturas.

Volteé hacia el altar mayor y justo cuando posé la mirada sobre la improvisada tumba, pude ver que un ángel levantaba la tapa del foso y con gran estruendo la lanzaba hacia atrás dejándola caer estrepitosamente sobre el suelo y  la imagen de Jesús comenzaba a ascender desde el fondo. Lentamente. Levitando sobre las rocas de papel. Con las manos levantadas a sus lados, enseñándonos las heridas de los clavos en el medio de las palmas de sus manos.

Mis piernas comenzaron a flaquear, se me hacían de gelatina. El corazón bombeaba con toda su fuerza y Ana Aída y Yandy lograron meter sus manos bajo mis axilas justo a tiempo, en el momento en que sentía que mi cuerpo no podía resistir más y se desplomaría.

Al sentir el contacto de mis hermanas, reaccioné y el desmayo total no llegó a producirse. Ellas me miraron y dijeron: “¡El corazón se le va a salir!” y rieron socarronamente.

Ni qué decir que esa es la imagen que se ha grabado con mayor empuje en mi mente de la Semana Santa en La Parroquia. Ni siquiera los actos de la noche anterior cuando Jesús era llevado alrededor de la plaza realizando su Via Crucis, o su crucificción, o el ahorcamiento de Judas lograron impresionarme tanto como esa noche de resurrección. Y eso que la crucificción es un acto bastante fuerte y violento, con truenos y rayos y el piquete de la lanza sobre el pecho de Jesús, pero nada como esa imagen del hombre emergiendo de su tumba, en perfecta levitación sin que se viera en ningún momento el más mínimo movimiento de flexión en sus piernas para subir los ocultos peldaños.

Mucho más tolerables me resultaron, incluso, los actos del Jueves Santo, con la venta de Jesús, lavatorio de los pies, la ultima cena, Jesús en el huerto de los olivos con la traición de Judas, el prendimiento de Jesús y su llevada ante Caifas, Anas,  Herodes y Pilatos. Todo eso, el sábado, se me parecía a un cuento de hadas.

Todos esos recuerdos se me agolpaban este año cuando corría tras la procesión, con la cámara en la mano para capturar alguna imagen y sintiendo que, a pesar de los años transcurridos el corazón batía casi con la misma fuerza de esa noche.

Este año me pareció que los actos fueron un poco acelerados. Todo lo hicieron a un ritmo veloz. Tal vez se debió a que había amenaza de lluvia. Ya no montan las cuatro tarimas que montaban cuando yo era niño para que sirvieran de escenografía a los diferentes palacios de los sumos sacerdotes ante los cuales era llevado Jesús. Todo se hace en una tarima central ubicada frente a la iglesia.

A pesar de eso, disfruté como un niño una vez más la Semana Santa de La Parroquia. Esta ceremonia forma parte de mis recuerdos de infancia, por eso me enorgullecí mucho cuando vi que la tradición, que se realiza en su totalidad por la gente del pueblo como pago de promesas por favores recibidos o en ofrenda por alguna petición, llegó este año a sus 100 de vida. Todos los que en ella interviene son pobladores del sitio, ninguno es actor ni director de teatro. Es una devoción. Así ha sido desde 1912 cuando Alberto Collazo junto a Natividad Rivas y Perpetuo del Carmen Torres iniciaron la tradición que año tras año ha ido modificándose y perfeccionándose.

Desafortunadamente, ahora los sábados de Gloria solo ofician la misa. Desde hace unos años, ya no se escenifica la resurrección. ¡Cómo me hubiera gustado volver a contemplarla!

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Un día en el parque en un país en «revolución»

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–Buenas tardes. ¿Quién es el cabecilla aquí, por llamarlo así?  –Dijo el Guardia Nacional Bolivariano queriendo parecer gracioso y simpático.

Prácticamente no tuve tiempo ni de voltear para verle la cara al hombre cuando escuché la voz de mi sobrina Bibiana que con toda la ironía que pudo acumular en su tono de voz, de un solo sopetón, le respondió:

–No, señor. Aquí no hay cabecilla. Como puede ver, esto es una familia, no una banda.

Fue entonces cuando terminé de voltear hacia el sitio donde se encontraba el Guardia y pude entender la ironía y la furia del tono de la voz de mi sobrina. Como una verdadera banda de delincuentes, junto al “cabecilla” que hablaba, se encontraban unos 3 o 4 Guardias más, un policía y una mujer con franela roja de esas que identifican las misiones gubernamentales y con las que obligan a uniformarse a los empleados públicos.

Era sábado de Gloria y nos habíamos reunido en el parque de Lagunillas en Mérida para celebrar en familia los cincuenta años de mi prima Carmen Cecilia. Ella quería celebrarlo solamente con sus familiares y decidió hacer un hervido de gallina en el parque merideño para invitarnos a la celebración.

Cómo muchas otras veces, especialmente los primeros de enero, nos reunimos en Lagunillas y, como siempre hemos hecho, llevábamos una caja de cervezas, refrescos y pasapalos para pasar un día de esparcimiento y relax compartiendo en familia y celebrando el cumpleaños. Unas cincuenta personas incluyendo bebés de menos de un año y personas mayores de 60.

Cuando llegamos al sitio, en la entrada, nos advirtieron que ese día no se podía llevar bebidas alcohólicas porque allí estaban realizando una actividad vacacional organizada por el gobierno nacional y, como ya es habitual en nuestro país, custodiada por la Guardia Nacional Bolivariana.

No obstante, uno de los Guardias, menos ortodoxo que los demás y consciente de que la gente no tenía porqué saber que ese día en específico no se podría ingerir licor en las instalaciones del parque, muy amablemente, nos dijo por lo bajito, al ver las cervezas:

–Si se las van a tomar, háganlo en vasos para que no se vea de qué se trata.

Así se hizo. Pasaron varias horas sin ningún inconveniente. La cervecita la servíamos en vasos de plástico oscuro y las botellas se escondían oportunamente para no molestar a los que participaban de la actividad gubernamental.

Al poco rato de estar allí, notamos que el “acto vacacional” que se estaba llevando a cabo no era más que un evento de campaña y proselitismo político a favor del presidente Chávez,  con miras a captar adeptos para las elecciones del 7 de octubre.

La mampara de yincana deportiva encubría malamente las intenciones políticas del acto y los animadores a través de sus equipos de sonido, de cada cinco palabras que pronunciaban, tres las dirigían a arengar a los asistentes para que participaran en las elecciones presidenciales a favor del presidente Chávez para cuyo efecto habían instalado una camioneta del Consejo Nacional Electoral con los rótulos de la “Misión 07 de octubre” para inscribir nuevos votantes y actualizar datos y otra de la misión identidad para entregarle la cédula a quienes la necesitaran para inscribirse.

Quienes nos oponemos al gobierno tragamos grueso, nos hicimos la vista gorda y tratamos de obviar lo que allí se estaba desarrollando. Pero no podíamos dejar de asombrarnos ante la desfachatez del régimen y ante la sumisión de un poder que, se supone debe ser independiente como el electoral, ante las directrices emitidas por el ejecutivo, a tal punto de identificar el proceso de elecciones presidenciales con la palabra “Misión” que, a todas luces lo parcializa hacia el gobierno del presidente Chávez.

¡Después de 14 años de abusos y falta de pudor del régimen, aún nos asombramos con este tipo de actitudes y de ventajismos!

Los animadores cada cinco minutos daban gracias al presidente, pedían por su salud, llamaban a quienes aún no estaban inscritos para que se registraran en el CNE y alababan la “Misión 07 de octubre”.

Quienes estábamos en el parque por motivos ajenos al “plan vacacional” hicimos caso omiso de lo que los acólitos del régimen hacían. No así algunos de ellos quienes, al mejor estilo del “sapeo” cubano se dedicaban a pasear entre la gente a husmear para luego ir a acusar ante la GNB si alguien estaba infringiendo la prohibición de consumir licor ese día en el parque.

Fue así como la «banda» de los Guardias se aproximó a un grupo de personas que se encontraba justo en la mesa más cercana a la de nosotros. Alguien fue y los acusó con los “esbirros” y estos se aparecieron para intimidar y confiscar las bebidas. Un poco después nos tocó el turno a nosotros. Fue cuando el gracioso cabecilla junto a sus compinches se acercó a donde nos encontrábamos.

–¿Nos permiten que revisemos las cavas? – Dijo el Guardia luego de pasar el trago amargo de la respuesta de Bibiana.

­–Es que nos dijeron que ustedes estaban consumiendo alcohol y queremos verificar.

–Claro, revisen todo lo que quieran.

–A usted tenemos rato viéndola beber– Dijo el hombre, señalando justamente a mi hermana Zoleiva que no solo no estaba bebiendo sino que es una mujer de 65 años con el pelo completamente blanco. O sea, más fuera de perol no podía haber meado el desgraciado.

La mayoría de los que estábamos observando el deprimente espectáculo rompimos en carcajadas ante la acusación. «Háganle la prueba del alcoholímetro» gritaron varios a coro. Nos burlamos del tipejo sin ninguna contemplación.

El hombre revisó las cavas infructuosamente. Frustrado ante el fracaso de la requisa, no le quedó más remedió que balbucir que había sido un error y que habían confundido a Zoleiva con alguna otra persona. Se unió a su «pandilla» intimidatoria que aguardaba como a la espera de una orden para cargar con todo y, con el rabo entre las piernas, se marcharon, no sin antes escuchar cómo Zoleiva, impulsada por la ira, les espetaba:

–¡A lo que hemos llegado en este país desde que ese desgraciado está en el poder!

La pandilla se hizo la desentendida y se marchó. A partir de ese momento, podemos decir que los bolivarianos nos hicieron el día. Los chistes y burlas parecían no tener fin. La imaginación hacía que inventáramos maneras de vengarnos de los desgraciados esbirros. Pensamos en dejarles las botellas en el sitio donde se encontraban emplazados al momento de irnos del parque o regarles enfrente las tapitas de las cervezas…

Pero la prudencia imperó. Por un lado, estábamos conscientes que nosotros habíamos fallado al consumir licor ese día cuando nos advirtieron que no se debía. Aunque la medida era, a todas luces, abusiva por parte de ellos pues ¿quién les otorga el derecho de, arbitrariamente, decidir que el parque, que es público, les pertenece y que quienes allí lleguen tienen que adaptarse a las medidas que a ellos se les puediera haber ocurrido implementar?

Y, por el otro lado, ¿Para qué arriesgarse a que estos esbirros con mente de gorilas tercermundistas decidan, porque tienen el poder, hacernos pasar un mal rato, mantenernos el tiempo que a ellos le dé la gana allí detenidos haciendo exhibición del poder que un régimen despótico  les ha otorgado y arruinarnos el paseo?

Nos tomamos el hervido de gallina que estaba delicioso, nos burlamos a más no poder de esos pobres idiotas que no han entendido que ese “poder” que hoy ostentan tiene fecha de caducidad y que, tarde o temprano, este país volverá a la normalidad, a la civilidad, al progreso. Los militares regresarán a sus cuarteles, a cuidar la soberanía nacional sin entrometerse en lo que los civiles tengamos a bien decidir y Venezuela dejará este cariz de republiqueta bananera para encaminarse a ser un verdadero país.