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Eduardo Sánchez Rugeles, te tengo pilla´o

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Que nadie se llame a engaño. Lo que voy a escribir a continuación está escrito desde la envidia. Así. Sin matices. Nade de “es envidia sana” o “envidia de la buena”. No. Es envidia vulgar, simple, común, llana y corriente el único sentimiento que me mueve a escribir acerca de la novela Liubliana (Ediciones B, 2012) de Eduardo Sánchez Rugeles.
Y es que ¡cómo no envidiar a ese muchacho que apenas pasa los 30 años, aunque al verlo pareciera que acaba de cumplir los 20. Con esa pinta de niño bueno, pinta de nerd, a decir verdad, que es capaz de escribir de la manera como lo hace y que, además, puede vivir de eso! Sin contar con que es objeto de la profunda admiración de Laura. Todo eso es suficiente para despertar la envidia hasta de un santo.

Laura. Laura. Creo que debería estar prohibido que alguien despierte en Laura tanta admiración como la que despierta Eduardo en ella. Me atrevería a pedirle a Chávez que con el poder que le otorga la Ley Habilitante, que se supone que es para legislar por la emergencia de las lluvias pero que a él le vale hasta para prohibir que exista el cáncer, que impida, por decreto ley, que existan muchachitos como el Sánchez Rugeles, talentosos, buen mozos, que a pesar de vivir en Europa, hasta huelen bien y cuya simpatía traspasa la redes sociales y los monitores de computadoras para seducir incautas como Laura, que babea por él.

A los textos de Eduardo había llegado por diferentes vías. Algunas veces alguien guindaba en su muro de Facebook algún artículo del escritor o algún tuitero posteaba un link a su blog y, al abrirlo, indiferentemente, siempre, me sorprendía un buen texto. Alguna crónica o ensayo en los que nos dibujaban descarnadamente como venezolanos y como personas.
De manera que conocía algunas de sus crónicas, me identificaba con ellas y con ese desparpajo particular que tiene el escritor para contar(nos) que a ratos llega a ser como una cachetada, por no ser grosero y decir que un coñazo, que es lo que en verdad es.

Un coñazo. Eso es lo que he debido meterle a ese carajito. Sé que la envidia es mala consejera pero yo advertí al inicio de este escrito que lo escribía desde ese sentimiento mezquino, cizañero y censurado por todos.

Mientras esperaba que a la librería llegara Liubliana, decidí comprar Los desterrados (Ediciones B, 2011). Esa misma noche comencé a leer las crónicas de Lautaro Sanz. Fue entonces -a leer el primer relato del libro y descubrir que lo había leído hacía tiempo en la web-, que pude relacionar a Lautaro con Eduardo y a estos dos con el muchacho flaco, de voz pequeña, que presentara su novela ganadora en la Biblioteca Pública del Zulia ante un vergonzosamente escuálido público. Aunque al escritor, según me comentó al día siguiente, no le sorprendió.
-Es así en todos lados. –Me contestó cuando le comenté que me había sentido avergonzado por la poca asistencia de público la noche anterior.

No joda. ¡Menos gente ha debido ir esa noche! Si ya se me hacía insoportable abrir el facebook y conseguir siempre en el muro de Laura un link que dirigía a algún texto de Eduardo o encontrar algún post del carajito en la web y, al revisar los comentarios al pie, ver aparecer entre los primeros, uno escrito por Laura con esa devoción que le profesa, ahora, después de conocerlo, de verlo a los ojos…

Con Sánchez Rugeles me sucedió como pasa mucho con las vainas de internet. A uno le llega tanta información, de tantas partes que, por momentos, se pierde la capacidad de relacionar una cosa con otra, hasta que llega algún evento que te da la luz.
Sus crónicas del destierro me cautivaron una vez más. La manera particular que tiene el autor de jugar a dos bandas entre la superficialidad de la televisión y la profundidad de la literatura, su modo singular de acercarse a lo mass mediático y vincularlo con lo más eximio de la literatura y el arte. Esa mezcla entre banal y sublime de sus crónicas, en todo momento con la palabra precisa y el tono perfecto, siempre termina asombrándome.
Al leer en una misma edición las crónicas de Lautaro, esos textos que ya con anterioridad me habían seducido, unos más que otros, de manera dispersa en internet, cobraron una nueva dimensión, tomaron una nueva connotación y dibujaron un mundo particular. Pude intuir ese microcosmos que se me descubriría con más destreza en el manejo de la palabra y de la anécdota, en Liubliana

Eduardo Sánchez Rugeles durante la presentación de Liubliana en MaracaiboLiubliana.

Lo que más me asombra es cómo pude contenerme. Cómo me aguante tanto tiempo en el restaurant árabe sin darle aunque fuera una patada por debajo de la mesa que pareciera no intencionada. Ahora, que acabo de cerrar su libro y con el ejemplar sobre mis piernas escribo este relato, arrepentido de no haberme dejado llevar por mi instinto, me atrevo a formular una teoría acerca del nacimiento Liubliana y sobre su autor.

Liubliana es una obra que cabalga entre la novela negra y el teleculebrón latinoamericano. Se mueve entre el musical cinematográfico, con imágenes tan de pantalla grande como la escena de la serenata de Vivancos, cuyo final oscila entre la derrota del cine mexicano y la sensación triunfalista de la «Sociedad de los poetas muertos». Es un libro con aires de telenovela brasileña de los 80 con cierto matiz cabrujiano en «La señora de Cárdenas». Juega con maestría con el suspenso literario y las películas de detectives. La narración es absolutamente cinematográfica.

No puedo creer que en el cuerpo de adolescente pajizo con carita de nerd y manos temblorosas que tiene ese sujeto con quien fui a almorzar al Gran Rauchí en compañía de mi querida Laura, que en la mente de ese muchachito aparentemente tan formalito, tan clase media caraqueña, tan “Buenas tardes, ¿cómo está usted?”, tan «yo no rompo un plato», se pueda esconder tanta vida y pasión, que pueda albergarse tanto mundo y tanta historia como la descrita en Liubliana.

Cada página de la obra sorprende por la pericia de Eduardo para manejar varias historias, diversos personajes y múltiples tiempos sin perder el sentido de la trama y manteniendo en todo momento el interés del lector sin que uno pueda sentir que, en algún momento, la historia cae o afloja la tensión.
Me pasó que, por momentos, cuando ya había avanzado más de un tercio de la novela, observaba la cantidad de páginas que me faltaban para acabarla y me preguntaba cómo se las ingeniaría el autor para continuar una historia que parecía haber dado ya todo de sí. Pues se las ingenia, y ¡de qué manera!
Liubliana es una historia de perdedores, de derrotados. Sus personajes, magistralmente trabajados y dibujados por Eduardo se mueven entre sus fracasos, sus temores, sus miedos, desesperanzas, miserias y las más bajas pasiones. Incluso a aquellos que pudieran mostrar un poco de elevación intelectual y espiritual, y que manifiestan un poco de altruismo, al final, los encuentra un cruel destino. Eduardo no parece hacer concesiones.

Contemplo la carátula con el puente de los dragones sobre mis piernas, y recuerdo esa comida a la orilla del Puente sobre el Lago: Yo, tratando de parecer un poco inteligente para llamar la atención del joven escritor que estaba conociendo en ese momento y, sobre todo, para no parecer un estúpido a los ojos de mi estimada Laura. Sentía que no se me ocurría nada ingenioso qué decir y que en ese instante no era más que una excusa entre esos dos seres que se admiran mutuamente por la relación ‘facebuquiana’ de larga data que mantienen. Se me exacerba la envidia de sólo recordarlo, pero, por fin, logro ver la luz.

Carla, en la novela, para poder superar su historia tiene que anularse, borrar, negar, ocultar su pasado. Si quiere sobrevivir y tener una vida, si no feliz, por lo menos tranquila, alejada de sus fantasmas, tiene que desaparecer todo rastro de vida anterior. Y Gabriel, luego de pasar una vida sin tomar decisiones o equivocándose al hacerlo, descubre que el llanto solo puede brotar de sus ojos para dar entrada a la muerte. Ironía de la vida humana, mientras la mayoría de las personas lloran al momento de nacer, para entrar a la vida; Gabriel sólo puede hacerlo para salir de ella.
Los personajes de Liubliana son seres mutilados, castrados emocionalmente, que pasan su vida entera sin que lleguen realmente a conocerse unos a otros. Incapaces de manifestar sus sentimientos, solo logran interrelacionarse a través de juegos, monitores y pantallas e internet. Los sentimientos siempre quedan atrapados entre el nudo en la garganta y el chiste cruel.
Son personajes desarraigados que se desenvuelven en una ciudad -yo diría en un país- que acentúa ese desarraigo. Un lugar que no deja espacio para el recuerdo de vivencias pasadas. Entonces, Liubliana es un grito que denuncia un país en el que no hay cabida para la historia personal y el sentido de pertenencia. Un lugar donde, en apenas dos años, deja de existir ese parque en el que te diste el primer beso, la escuela en la que te enamoraste de la maestra de tercer grado, el bar de tu primera borrachera. De un día para otro no queda evidencia física de tu historia de vida.

Ahora está todo clarito. ¡Estos eventos de la novela tienen la clave! Los libros firmados por el admiradísimo por Laura; Sánchez Rugeles, no son escritos por él. Son obra de alguno de los grandes escritores del boom latinoamericano desaparecido. Un Cortázar, tal vez, que cuando creyó que se le habían agotado sus historias y no tenía nada que ofrecer, decidió fingir su muerte y retirarse pero a quien, los acontecimientos tan surrealistas que suceden en esta nueva vida en Venezuela, en estos tiempos de socialismo del siglo XXI y de falsa revolución, le movieron los cimientos y no pudo contenerse, tuvo que sentarse a escribir la historia.

Liubliana, que podría pecar de localista al tocar temas tan venezolanos como la política nacional, la tragedia de Vargas, o la vida caraqueña en Santa Mónica, de la mano de Sánchez Rugeles logra convertirse en una historia universal. Lo que en un principio es una oscura trama de amor, con atrevidas, descarnadas y grotescas descripciones de las relaciones sexuales de los protagonistas, logra superar los localismos y se convierte en un reflejo de las sociedades de cualquier país del mundo.

Ese chamo que me ignoró durante todo el almuerzo, al punto que le arrebaté de su plato la comida sin que se diera cuenta porque sus ojos vidriosos, como de sátiro, alternaban su visión entre la hermosa dama que nos acompañaba, mi Laura, y el inmenso paisaje de cielo azul y lago oscuro, no es el creador de esos mundos literarios. Este carajito es un perverso impostor. Ahora entiendo por qué Laura me llevó al almuerzo. Ella intuye algo y me usó como muro de contención para evitar que el pisapasito la atacara como lo hacen los personajes de las obras que firma.

Todo en Liubliana está matizado con una exquisita ironía, una intensa intriga y una profunda crítica al supuesto altruismo de algunas personas integrantes de organizaciones de “ayuda” humanitaria y que pueden terminar siendo fachada para tapar delitos como el tráfico de personas o la pedofilia, la trata de blancas o adopciones ilegales. Eso sin dejar de lado la crítica irónica que hace la novela a la llamada “literatura de la nueva era”. Con el desparpajo habitual de Eduardo, defenestra las publicaciones de libros de autoayuda y crecimiento personal de algunos autores que parecieran escribir sólo para que la gente tenga de donde sacar sus citas “hermosas” para el estado de Facebook, o para sus 140 caracteres de Twitter y que terminan siendo sólo un vulgar negocio que engorda los bolsillos de algunos vivos a costillas de los pendejos que se creen el cuento.

No pude luchar contra esa admiración mutua que sienten Laura y el impostor y contra la fascinación por la inmensidad del lago y el puente a nuestro lado. Reconcomiado porque esa tarde sólo existí para que me pidieran que les hiciera una foto a los amigos con el puente y el lago al fondo, llego a la conclusión, estoy casi convencido, que Liubliana, como la mayoría de los textos de Sánchez Rugeles, no son escritos por el mocoso con lentes que tenía a mi lado.

Eduardo juega con los tiempos, los personajes y las historias de la novela como quien toma una plastilina en sus manos y la modela a su antojo y conveniencia. La estira, la secciona, hace figuras y piruetas, las amalgama para volverlas a separar después, en una historia cíclica, cargada de intriga, suspenso y humor negro que tendrá su desenlace fatal en un extraño y remoto lugar, lejos de la tierra maldita donde nacieron sus personajes. Un sitio donde parece esperar la felicidad: Liubliana.
La excelente música de Alvaro Paiva Bimbo, cuyo CD acompaña la edición venezolana de la novela y creada como soundtrack para Liubliana, la escucho una vez más mientras escribo estas líneas. Siento que hay algunos momentos de la novela en los que de verdad acompañaría a la perfección. Es la música ideal para partes de la narración, aunque me pasó como con los personajes de los comics impresos cuando les ponen voz, al leer el libro, le fui poniendo la música, los sonidos y, por eso, al instrumental de Paiva tengo que, invariablemente, intercalarle la banda sonora que ya me había formado en mi mente cargada de boleros, rancheras, tangos y composiciones de Sabina. El CD me acompañaría en los momentos más melodramáticos de la historia o en su mayor suspenso.

Eduardo Sánchez Rugeles, te tengo pilla´o. La verdad se me ha mostrado como claras notas musicales, como una canción de Sabina o de Yordano. Tú no eres más que una mampara, un impostor, una firma en la portada de un libro. Detrás de ti hay un talento oculto, hay un maestro de las letras que no se atreve a dar la cara para enfrentar y justificar su desaparición. Algún día esa historia se sabrá. Tendrás que devolver tus premios y laureles. Caerá la deshonra sobre ti. Disfruta tu cuarto de hora, Eduardo, porque esta sentencia es como la maldición que le hiciera Carla a Gabriel en el aeropuerto al momento de despedirse, moviendo su mano derecha, como en Charmed. Yo esperaré tranquilamente tu debacle, entonces, el cariño de Laura, mi querida guajira, será solo para mí y ya no te admirará.

Por La Habana de la mano de @Melavaud sin tacones

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Aproximarme a “La Habana sin tacones” (Editorial Libros Marcados. 2011) de María Elena Lavaud, no ha sido fácil. Es un encuentro que he pospuesto adrede, a sabiendas de que era una obra que me haría cierto daño, que removería sentimientos que no quería remover y me traería a la mente historias que trato de mantener bajo el mantel, a menos que me sienta tan equilibrado emocionalmente, que esté seguro no me harán sucumbir en una larga y tormentosa depresión.

Mis primeros escarceos con el libro empezaron por el Twitter, cuando la periodista hacía RTs (retuiteos) de los comentarios y piropos que le daban los usuarios de la red social y que acaban de comprar, leer o buscar el libro.

Si algo tengo que reconocer, es que la cuenta de @Melavaud no es precisamente de las más entretenidas en la red del microblogging. Su timeline pocas veces va más allá de esos retuiteos de los piropos que le lanzan tanto al libro como a sus programas domingueros. Por esto he estado a punto de dejarla de seguir, pero luego la veo en pantalla y me parece una tipa tan inteligente y sensible que no soy capaz de darle al botón de unfollow. Además, fue una de las primeras personas del “famoseo” que me devolvió el follow y eso se agradece.

Entonces me digo, “Bueno, en verdad, esa es una forma de acusar recibo de los comentarios que le dirigen. Es algo que todos terminamos haciendo en Twitter, aunque para algunos resulte pedante y echón”.

Todo esto lo digo aquí escudado tras un monitor y un teclado de computador pues estoy seguro que si la tuviera en frente, la llamase para hacerle mi observación, me mirase con esos ojos intensos y me dijera con voz alta e impostada “¡A la orden!” como le dijo a la funcionaria de turismo de Cuba en el aeropuerto, se me “caerían las panteleticas” y le diría: “Usa tu Twitter como te dé la gana, cariño, que igual nos enamoras”. Y tacharía todo lo anterior.

¡Uf, ya me fui del tema!

Total, un día que vi que la Lavaud estaba fajada con los retuits, decidí ponerla a prueba y ver si interactuaba un poco más. Le dirigí un tuit preguntándole si el título del libro tenía algo que ver con el absolutista general gobernador de Cuba en el Siglo XIX, Miguel Tacón. Me respondió que no, que era un título literal; no metafórico, y que no había pensado en eso cuando lo escogió. Unos dos tuits después, me despachó con un amable y cortés “Luego hablamos”.

Días después, en una entrevista radial escuché que ella comentaba la anécdota tuitera con Pedro Penzini, y explicaba que, aunque el título del libro no había sido puesto con esa intención pues, resultó ser una especie de metáfora. Por supuesto, ella no recordaba quién era el tuitero.

Cuando fui a Mérida en Semana Santa, encontré el libro en casa de mi familia. Ya mis hermanas lo habían leído y me habían comentado que se habían enganchado con la historia. Tomé la obra, la metí en la maleta y me dispuse a traerla a casa para un día “entromparla”.

Pasaron dos meses con el libro en la mesa. Lo veía y me tentaba pero no me atrevía a agarrarlo. Pasaba a su lado, miraba la foto de la portada con María Elena en ella, leía la solapa, pero no me decidía a sentarme de una buena vez a leerlo. Escribía, leía otras cosas, editaba fotos, cualquier cosa con tal de no irme a pasear por La Habana con María Elena sin sus tacones.

Cuba es un tema que me pega hondo. Fidel y la isla fueron unos paradigmas de adolescencia aderezados con Silvio Rodríguez y su Rabo de Nube, Pablo Milanés y su Yolanda, Soledad Bravo y la Canción del Elegido. Una época de sueños y de deseos de justicia, libertad e igualdad que se derrumbaron de un solo golpe cuando visité La Habana en 1990 para un Festival de Cine en el que vi solamente dos películas y se esfumó todo un sistema de creencias, aspiraciones e ideas.

Sabía que el libro de la Lavaud removería todo eso y por ese motivo lo posponía. Hasta un día que me sentí centrado y equilibrado y lo empecé a leer.

Las primeras páginas me resultaron un poco tediosas. La lectura se me hacía lenta. El prefacio lo encontraba un poco fuera de lugar. Cuando llegué a las líneas en las que dice:

“Me aferro a esa tesis de la psicología que augura que después del miedo contenido, irrumpe la acción. Eso me agobia menos que pensar que lo que vi pueda durar 10, 20 ó 30 años más. O peor aún, que pueda trasladarse definitivamente y sin remedio hasta nuestra propia tierra.”

Pensé “Ay, María Elena, eso mismo creí yo hace 20 años cuando recorrí las calles de La Habana. Sentí que el susurro que rugía sotto voce por las calles de Cuba terminaría en poco tiempo en un alarido incontenible. Y ya ves, han pasado 20 años más, de esos 50 que tiene la revolución sometiendo a los cubanos. Y, peor aún, hace 10, mis amigos me decían que eso no podría instaurarse en Venezuela. Que nosotros no éramos como los cubanos y, ya ves mi periodista, el socialismo del Siglo XXI en cualquier momento baila el vals de los 15 años”.

Terminé el prefacio, recorrí con cierto temor las primeras líneas de “El arca de Noé” porque sentía que no continuaría la lectura, pero, ya a las pocas páginas leídas del capítulo, sentí que la historia me atrapaba.

La Habana sin tacones está escrito del tal manera que su ritmo va in crescendo. Su soundtrack pareciera ser El Bolero de Ravell y su ritmo se acelera en la medida que la historia avanza y se van sumando instrumentos a la acción. No es un tratado sobre el socialismo cubano. Es un libro de crónicas de viaje, escritas a partir de las notas tomadas por la periodista durante sus días de turista en Cuba y de sus interrelaciones con la gente que tropezaba a su paso. Es La Habana que se le mostró espontánea y azarosamente a MEL sin que ella la buscara. Si alguien piensa que va a encontrar un trabajo de investigación, un reportaje a profundidad, sobre Cuba y su sistema político, se equivocó de libro. Este está lleno de los sentimientos de la autora, de sus sustos y temores, incluso de sus prejuicios. Crónicas escritas con sensibilidad y ritmo.

El estilo llano y sencillo al escribir hizo que,  sin darme apenas cuenta, me encontrara en el avión con la periodista. Me sentí vigilado por el hombre de la camisa azul a cuadros. No sé en qué momento justo de la lectura se operó una especie de click que me hizo estar en el aeropuerto de La Habana y los ojos se me aguaron cuando, perdido en medio de la «U» descrita por MEL, ese hombre dijo: «¿Qué haces ahí parada?» Y entendimos que él era un cubano que regresaba a su país y se debía someter a las humillaciones y vejaciones a las que el régimen socialista somete a sus nativos, quienes no parecen alcanzar nunca el nivel de ciudadanos.

A partir de allí ya no quería soltar el libro. Llegaba gente a mi tienda de mascotas y los atendía apurado, con ganas de que terminaran de pedir y pagar de una buena vez para continuar mi viaje. Por momentos, no sabía si era el viaje de la Lavaud o el mío, 20 años atrás.

Este recorrido de la mano de María Elena me sirvió para comprobar que pocas cosas cambiaron en La Habana en estos 20 años y la mayoría para peor. Como la discriminación que el sistema hace de los cubanos quienes parecen estar clasificados en ciudadanos de “Primerísima” categoría, los Castros y sus más cercanos colaboradores, de segunda categoría, quienes tienen acceso a los pesos CUC porque en sus hombros recae la imagen que la revolución debe dar a los turistas que visitan la isla sin mirar más allá de sus narices como bien los describe la canción «Tropicollage» de Carlos Varela. En este grupo se encuentran los cubanos que pueden sacar provecho de su contacto con el turista y terminar con unos dólares de propina en el bolsillo o unas moñeritas para el pelo.

Siguen los habitantes que están en un escalafón más bajo, que trabajan para ganar en pesos cubanos que no les sirven para acceder a los productos que venden en las tiendas de turistas, a las que ahora tienen permiso del régimen para entrar y donde pueden comprar, siempre y cuando tengan los benditos CUC. Este grupo tiene que rebuscarse los dólares como puedan si quieren disfrutar de una pasta de jabón de baño. Y, finalmente, los jineteros y jineteras que también cumplen una labor dentro de la revolución al hacer que los turistas dejen divisas en la isla gracias a la prostitución y venta de drogas.

Efectivamente, los cambios parecen ser sutiles y absolutamente controlados por quienes detentan el poder para aferrarse a él mientras a la población le dan migajas no sólo de alimentos sino también de libertad.

Cuando yo estuve, los cubanos no podían pisar los hoteles ni las tiendas de Intur, que así se llamaban y donde se podía encontrar todo lo que los cubanos ni siquiera eran capaces de imaginar que existía. Si algún cubano se atrevía a quebrantar la prohibición, le podía acarrear serias sanciones. Incluso, cárcel.

Ahora pueden hacerlo siempre y cuando estén dispuestos a dejar su salario de un mes en un desayuno. Leve cambio, casi imperceptible, un mero maquillaje legal, pues dejó de ser delito lo que hacían con regularidad y temor. Las tiendas pasaron de llamarse Intur a Palco. Cuando yo fui, el nativo tenía pesos cubanos pero no tenía qué comprar con ellos, y para conseguir una pasta dental debían comprarla por interpuestas personas con dólares obtenidos por la izquierda. Ahora tienen permiso de entrar a las tiendas con mercancías importadas pero sus pesos no valen ni para un café. Han sido cambios tan sutiles como el cambio de presidente de un Castro a otro Castro. Cambios para que nada cambie.

La historia con la vendedora de la tienda del hotel quien, al enterarse de donde venía María Elena, cambió radicalmente su quejido contra el sistema en alabanza a la revolución, me hizo lamentar que ahora los cubanos, no solo tienen que cuidarse de los miembros del partido y de los comités de defensa de la revolución, deben medir muy bien sus palabras si a quien se dirigen es a un venezolano pues, lamentablemente, puede resultar ser un “sapo” que haga que termine con sus huesos en la cárcel.

El principal cambio que encontré en las crónicas de MEL, fue en la noche pasada en El Tropicana. ¡Cosa más grande! El cabaret consiguió que le invirtieran en vestuario y escenografía al parecer pues, cuando fui, era un espectáculo que al mirar un poco más allá de las bambalinas y luces, reflejaba la decadencia de La Habana toda, con bailarinas ataviadas con medias de malla rotas y trajes de telas baratas y mal confeccionados. Algo que al parecer la revolución se encargó de remediar pues, El Tropicana, es una de esa postales mentales que el turista se lleva y debe corresponderse con el engaño que la revolución se empeña en vender fuera de sus fronteras.

Mientras leía, disfrutaba y sufría con la Lavaud su estadía por la Habana, lamenté que el libro estuviera impreso en ese papel barato, como de periódico, que hace que las fotos queden como un manchón terrible y poco distinguible. Recordé que con mis fotos no tuve suerte. Tomé muchísimas, muchas más de las que el rollo me permitía (rodó esa cédula) hasta darme cuenta que el carrete estaba mal puesto y que no se salvaría ni una de las imágenes tomadas. ¡Me habría gustado tanto poder disfrutar a plenitud de las mostradas en La Habana sin tacones!

Un detalle más que me hizo recordar que Cuba y Venezuela son una misma cosa pues el montón de libros que traje de la isla en mi viaje, estaba impreso en ese tipo de papel que era a lo máximo que podía aspirar la editorial cubana. Muchos libros que fue lo único que pude comprar en Cuba con pesos cubanos pues, todo lo demás se pagaba en “divisa”. Obras impresas sin ningún control de calidad y que al leerlas uno descubría que le faltaban hojas, que la impresión se había empastelado y unas páginas que debían estar en un sitio de acuerdo al orden consecutivo, aparecían mucho después. En fin, obras por las que los trabajadores recibían un pago del Estado sin importar el resultado final. Imagino que las editoriales venezolanas ya están llegando o se aproximan a alta velocidad a ese “mar de la felicidad”, porque la mayoría de los libros que he visto últimamente están elaborados en ese mismo papel opaco, poroso y feo que enchumba la tinta y hace que las imágenes sean un manchón apenas distinguible.

Con MEL recorrí La Habana que conocí, visité Finca Vigía de nuevo, pateé la hermosa Habana vieja con su catedral y disfruté una vez más del malecón habanero donde iban a terminar la mayoría de mis noches en la isla. Pero también descubrí nuevas zonas a las que no fui como el Callejón de Hamel y todo ese paseo de turismo alternativo que le ofreció Wladimir por el monumento a José Miguel Gómez, la Casa del Ché, el monumento a Lennon, pasaje que me hizo recordar que los amigos del Mella, 20 años atrás, estaban fascinados descubriendo a los Beatles cuando en Venezuela era música, si no de viejos, de adultos bastante contemporáneos, pero que para los cubanos era prohibida.

Con las crónicas de La Lavaud volví a ver las largas colas de cubanos en Copelia para comprar un helado mientras observan resignados cómo las divisas de los turistas hacen que esas filas se desvanezcan. Creo que por eso me vine de la isla sin probar los famosos helados, no quería que un dólar mío contribuyera con la discriminación y el abuso del régimen.

Al final, se me aguaron una vez más los ojos al ver el ataque de llanto que le sobrevino a la periodista al llegar a su casa. Recordé que a mi me sucedió a los 3 o 4 días de estar en la isla, cuando pasé las dos horas y pico, casi tres, que duraban el documental «El Fanguito» y la película «Hello Hemingway» en un incontrolable llanto.

Lloraba, moqueaba y sollozaba como un niño en la oscura sala de cine en una acción catártica y liberadora de esos primeros días y noches en La Habana, con pocas horas de sueño a cuestas y muchas de pesadilla vividas a diario.

Llegué a los últimos capítulos del libro con el corazón arrugado de tristeza y nostalgia y el alma dolorida de una historia que no por conocida, duele menos.

María Elena Lavaud puede que no sea una de las mejores tuiteras de mi timeline pero, sin duda, es una periodista sensible, con una pluma encantadora, excelente manejo del supense. Con su prosa sencilla y sin rebuscamientos, logra cautivar y hacer de la lectura de sus crónicas una vívida experiencia. Al final ni siquiera extrañé esas malas y peor impresas fotos que tiene el libro porque la descripción y narración de MEL me sembró la retina de espectaculares imágenes que todavía persisten en mi mente.

Al cerrar el libro no pude evitar pensar: ¿Quejeso, María Elena? ¿Me vas a decir que estuviste todos esos día en Cuba, soltera, sola, pavoneando tu belleza y savoir faire por La Habana, y te viniste sin tener siquiera una propuesta de boda, una insinuación de matrimonio? ¡Vamos, periodista, echa tu cuento como es!

 
Memorias de un viaje a Cuba http://golcarr.wordpress.com/2013/11/08/memorias-de-un-viaje-a-cuba/

«Lucía» la pelota de @Porlagoma

Debo confesar que cuando me entregaron el libro «Lucía: la pelota que quería llegar al salón de la fama» me llevé una gran decepción. No lo pude ir a comprar yo por cuestiones de tiempo y una amiga me hizo el favor de traérmelo. Ansioso´, saqué el delgado libro de la bolsa con el logo de la librería Tecniciencia y ¡el alma se me vino al suelo!

Hacía varios meses había conversado vía Twitter con @porlagoma, como se conoce en la red social del microblogging a Mari Montes, la autora del cuento, sobre la publicación de su historia con ilustraciones de EDO y unas líneas finales a cargo de Omar Vizquel y, desde entonces, mantenía una gran expectativa al respecto, deseando poder tener en mis manos esa edición que, por lo hablado con la autora, me prometía una particular experiencia sobre el béisbol, deporte que, como todos los demás, nunca me ha interesado, pero sobre el que he aprendido a leer y disfrutar de esas lecturas gracias a la fluida y rítmica pluma de Mari en su columna especializada de Runrunes Web.

Extraje el libro de la bolsa y me desilusionó la edición a primera vista por lo austero de la publicación. Pasta de cartulina y hojas del papel más económico que hay en el mercado. Yo esperaba una pasta dura, con hojas con el brillo del satén que harían ver las excelentes y divertidas ilustraciones de EDO aún más atractivas.

No obstante mi desencanto, tomé el delgado libro, lo hojeé y ojeé y me dispuse a leer esas líneas que, según recuerdo haber leído en un tweet, tuvieron su origen en las historias que Mari les contaba a sus hijos.

Empecé a leer y ya no pude parar hasta terminarlo, hasta la última línea escrita en el epílogo a cargo de Omar Vizquel.

La historia de la pequeña pelota, desde su nacimiento en las manos de Alvaro en Costa Rica, hasta ver cumplido su ciclo de vida, me atrapó como sólo la pluma de la Montes sabe hacerlo sobre temas tan ajenos y distantes a mis intereses como el béisbol.

Y es que el cuento de Lucía posee ese ritmo especial que Mari le imprime a sus crónicas de béisbol y está impregnado de la pasión que en ella despierta ese deporte y del amor profesado a sus hijos.

«Lucía: la pelota que quería llegar al salón de la fama» es una historia de aspiraciones y sueños, como los que deben tener todos los niños que alguna vez agarran un palo y unas tapas de refresco para jugar en sus barrios o los de los jóvenes que se inician en el deporte con la expectativa de alcanzar grandes logros y desarrollar una exitosa carrera.

El cuento, que inicia con la creación de Lucía en las amorosas manos de Alvaro, nos lleva, a través de culminantes momentos del béisbol de grandes ligas, a iniciar una travesía aventurera, a emprender un viaje de ensoñación por un torrente de emociones, aspiraciones y vivencias que, aunque muy humanas, Mari se las ingenia fabulosamente para hacernos creer que una bola hecha a base del mejor cuero, del más robusto alcornoque y el más fino hilo encerado, pueda sentir.

La historia de Lucía nos invita a soñar y a perseguir los sueños, pero también nos enseña que, a veces, aunque la vida no nos conceda el favor de alcanzar lo soñado, podemos obtener triunfos que a simple vista pueden parecer muy insignificantes pero, a la larga, serán los que más satisfacciones nos den. Es como cuando dicen: «Si Dios no te concedió lo que pediste, es porque tiene mejores cosas reservadas para ti en la vida».

Lucía no alcanzó su sueño de llegar al Salón de la Fama, pero entendió que su destino era mucho más satisfactorio que reposar de por vida en una estantería de Cooperstown y se sintió plena y satisfecha.

Al terminar de leer el cuento, me quedó el buen sabor de haber recorrido unas excelentes líneas escritas para niños, pero con un respeto y una calidad tal, que cualquier adulto lo encontrará fascinante y entretenido.
La decepción inicial se transformó en emoción y admiración. Entendí que esa economía en la edición la hará accesible a todos los bolsillos, ya que es una obra que merece ser leída y disfrutada por todos: por los fanáticos del béisbol, por legos en la materia como yo y por los que no se interesan por ese deporte porque, a todos, les dejará una estimulante lección qué aprender y un grato momento de esparcimiento y distracción.

Comprendí que la calidad del papel no es importante cuando lo que se lee está escrito desde el amor a los hijos y la pasión que inspira un deporte. Sin embargo, sé que el destino del cuento de Mari Montes está escrito, como lo está el de Lucía su pelota estrella y protagonista de la historia y, cualquier día, podré tener en mi mano una edición de lujo, con pasta dura y paginas satinadas, como se merece una buena historia para niños como esta con tan maravillosas y divertidas ilustraciones.

«La noche de anoche» llega al Rubén Darío

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El domingo, 10 de julio de 2011, en la conmemoración del primer aniversario de la muerte de la reina del bolero, Olga Guillot, estará Elsy Manzanares presentando su libro «La noche de anoche» en el teatro nacional Rubén Darío de Nicaragua. Hoy me permito re-postear esta reseña que hice sobre su libro cuando tuve la oportunidad de disfrutarlo gracias al amable gesto de la autora quien me lo hizo llegar, en diciembre de 2009,  vía mensajero rápido.

De Twitter, boleros y recuerdos

(23 de diciembre de 2009)

Elsy Manzanares es @elsymanzanares en Twitter y esta foto, con su espléndida sonrisa, es la de su avatar

A Elsy Manzanares la conozco como “@elsymanzanares”, así, con la @ antes de su nombre pues es el user name de su cuenta en la red social Twitter. Es decir, nuestra amistad es una amistad 2.0 porque, aunque tenemos amigos en común en el mundo 1.0, el mundo real, nunca hemos tenido oportunidad de compartir personalmente.

Sin embargo, esta amistad virtual a principios de diciembre tuvo su momento 1.0 cuando, por medio de los servicios de un correo rápido, recibí un ejemplar de “La noche de anoche”, como regalo de navidad y autografiado por su autora con este texto:

“Golcar, amigo twittero, transformador desde ese 2.0… Ahora en tiempo de bolero!

Con cariño, Feliz Navidad”.

La magia experimentada al momento de recibir el regalo de Elsy es solo comparable con la vivida al leer las maravillosas líneas escritas en su libro de boleros, una historia tan completa sobre el género, que uno no puede evitar las ganas de escudriñar en la discoteca o en youtube para disfrutar, una vez más, de las canciones de amor y desamor, de pasión y despecho que nos han acompañado a lo largo de nuestra vida.

«La noche de anoche» y mis noches de infancia

Leer el libro “La noche de anoche” de Elsy Manzanares publicado por el Banco de Venezuela, Grupo Santander, ha sido como realizar un viaje a través de mi propia vida. Las magistrales líneas escritas por esta, más que escritora o estudiosa, “vividora” del bolero me han transportado, desde el comienzo de la lectura, a mi más lejana infancia.

El libro de la Manzanares me ha develado cómo el bolero y la radio, sin darme cuenta, han estado presentes en la mayor parte de los momentos de mi vida, como supongo que le pasará a la mayoría de los latinoamericanos que se acerquen a sus páginas.

Mientras leía el capítulo dedicado a la radio como pilar fundamental del bolero, no podía evitar recordar cuando, de niño, escuchaba en casa la emisora merideña Radio Universidad. Cómo disfrutábamos en la

Portada del libro de Elsy Manzanares con fotografía de Luis Brito

familia los cuentos de terror que transmitían en las noches y los programas musicales donde nunca faltaba la presencia de los boleros.

Como soy el menor de una familia numerosa, la música con la que crecí no se corresponde con la edad que tengo pues, esa música, era la que escuchaban mis hermanos mayores a quienes desde siempre les gustaron los boleros. Ellos me cuentan que cuando yo apenas tenía unos seis años, La Lupe, a quien Elsy le dedica un capítulo especial, era mi ídolo y que mi anhelo en ese entonces era que mi madre se vistiera y se peinara como ella.

A medida que avanzaba en la lectura, mi mente divagaba por los recuerdos infantiles, volvía a escuchar a Riquelmi, mi hermano mayor, tararear “Campanitas de cristal” o a mi hermana Lala cantando “Magia blanca” o a Moreida, otra de mis ocho hermanas cantando: “Buscaba tu alma, con afán mi alma, buscaba yo la virgen que a mi frente…” canción que me encantaba.

En esa época, La Parroquia era un pueblo pequeño ubicado como a una hora de la capital merideña y la casa paterna estaba ubicada frente a la Plaza Bolívar, donde continúa estando. En dos de las cuatro esquinas de la plaza había sendos bares con sus respectivas rockolas en las que se escuchaba la mayoría de los boleros mencionados en el libro de Elsy.

Cuando yo pasaba frente a esos bares, disminuía el paso para escuchar las canciones reproducidas en discos 45 de acetato, de los que ya no se ven pues fueron sustituidos por los CDs, y para oir las conversaciones gritadas de los contertulios y el sonido de las piezas de dominó al ser barajadas sobre la mesa. Todavía hoy, cierro los ojos y, al rememorar esos instantes, puedo sentir el olor a cerveza y tabaco que salía junto con el ruido y la música por las ventanas de los bares.

Por supuesto, era apenas un niño de unos 8 años de edad y no se me permitía entrar a esos locales de la “mala vida” y, tal vez por esta razón, la fascinación que esos bares me producían se hacía más intensa.

Madrugadas serenateras

“La noche de anoche” me llevó también a las madrugadas de serenatas en mi casa, cuando a altas horas de la noche, se presentaban los amigos de mis hermanos y pretendientes de mis hermanas con guitarra y cuatro en mano a ofrecer sus canciones a las señoritas de la familia. La mayoría de las canciones interpretadas en esas veladas eran boleros, los mismos boleros mencionados por Elsy en su libro, los de Olga Guillot o de Daniel Santos.

Todavía recuerdo la impresión que me produjo cuando escuché, por primera vez la letra de aquel bolero de Daniel Santos cantado por los trovadores en una de esas noches serenateras: “Vengo a decirle adiós a los muchachos, porque pronto me voy para la guerra…”.

Los boleros de Carmen Delia Dippiní y el “Tu sabes” de Estelita del Llano, no podía faltar así como las canciones de Cheo Feliciano, La Lupe o del carrasposo Bola de Nieve.

La Lupe cuenta con un capítulo especial en el libro de Elsy Manzanares

Las líneas de Elsy me llevaron de la mano a otra etapa de mi vida, cuando en San Cristóbal, durante mi vida universitaria, nos reuníamos en casa de amigos y, con una guitarra y unos cuantos tragos, volvían a sonar los acordes de los boleros como Delirio y Punto y coma, que se alternaban con las canciones de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés y con más de un tango.

O cuando íbamos después de clases a una casa cercana a la Universidad donde vendían cervezas, a tertuliar y oir música. Aunque yo no bebía -nunca lo he hecho-, no puedo negar que me emborrachaba con la emoción que me producían los boleros y las animadas conversaciones en las que derrumbábamos el mundo y lo volvíamos a levantar.

Al avanzar en la lectura de La noche de anoche, me consigo con las líneas en las que la Manzanares menciona a Dalila Colombo y Estelita del Llano y, una vez más, mi mente sufre un flashback y me remonto a los momentos vividos en Caracas y a mi amistad con el prematuramente fallecido Manolo Manolo, con quien tuve la oportunidad de asistir en primera fila a uno de sus Shows del Bolero, con las apasionadas interpretaciones de estas divas, junto a Alicia Plaza, quien me confirmó con sus actuaciones que lo que importa para que un bolero llegue al corazón, no es la calidad vocal sino la capacidad que tenga el cantante para transmitir la pasión que encierran esas canciones de amor y despecho, y ¿quién mejor que una buena actriz para lograrlo?

Como quien prolonga un orgasmo

Hace poco dije en twitter que el libro de boleros de Elsy Manzanares lo estaba disfrutando poquito a poquito, como quien degusta un trago sorbo a sobo, como quien prolonga un orgasmo. Y así ha sido, la lectura de «La noche de anoche» ha constituido un verdadero placer y no me queda más que, para finalizar estas líneas, agradecerle a la autora el honor que me hizo tomándose la molestia de enviarme el libro.

Elsy, recibe desde el tesoro que constituyen mis recuerdos de infancia y juventud mis sonoras GRACIAS y mi caluroso afecto.

P.S NOTA: Para quienes estén interesados en adquirir el libro «La noche de anoche» de Elsy Manzanares, el mismo está a la venta sólo en las librerías El Buscón, en Caracas.

“El regalo de Pandora” tiene música

Publicado en

El Regalo de Pandora, de Héctor Torres. Ficción Breve Libros, 2011

¡Música! ¡“El regalo de Pandora” tiene música!

Esto pensaba a medida que mis ojos iban recorriendo las líneas del libro de cuentos de Héctor Torres y mi imaginación volaba a confines insospechados con su prosa llana, de palabras simples, más no simplista ni superficial. A ratos el relato es descarnado, en otros, con expresiones que quieren decir exactamente lo que se quiere decir. Sin “esdrujulazos” rebuscados.

Comienzo a devorar el “Alimento de los mirmidones” y, cuando los personajes del cuento han entrado en contacto entre sí, escucho entre líneas,  en el fondo de la página,  ya con toda claridad, una balada pop de Yordano y es cuando me doy cuenta que, como hace el cantautor en sus canciones, Héctor nos habla en sus cuentos de historias urbanas, de situaciones que, aunque están ambientadas en Caracas, bien podrían pasarle a cualquiera, en cualquier urbe del mundo. Los cuentos de Torres tienen una cadencia y un ritmo que se me asemeja al de las creaciones de Di Marzo, como “Perla Negra”, “Manantial de corazón” o “A flor de piel”. Pero, también a ratos, la balada pop cede paso a la salsa y se aparece entre las páginas de El regalo de “Pandora” un “Pedro Navaja” y, al final, en el cuento que justamente lleva por título el nombre de una hermosa canción “Melodía desencadenada” surge desde el fondo de la página “El hombre del Piano”, ese hombre que, como Tego, se perdió por una mujer.

Leo y no puedo evitar evocar “Los cuentos de la locura corriente” de Bukowski, ese último escritor maldito estadounidense que, como lo hace ahora Héctor, nos deleitó en su tiempo con crónicas y cuentos de la ciudad de Los Angeles, porque allí como en Caracas, como en Madrid o Nueva York, como en Bogotá o Rio De Janeiro,  a diario se viven historias. Cotidianamente surgen entre sudores y olores en un vagón de metro o un autobús atestado de personas, encuentros eróticos que, muchas veces, duran lo que tarda un recorrido de quince minutos, del trabajo a la casa. Una mirada, un roce de cuerpos, vapores sexuales que suben y aceleran las palpitaciones, posiblemente un orgasmo y una sonrisa de despedida.

De esas historias nos contaba Bukowski y con destreza en el uso del lenguaje lo hace Héctor Torres.

En los diez cuentos que conforman “El regalo de Pandora”, el autor hace malabarismos con el lugar común y la frase hecha, coqueteando a ratos con la cursilería pero sin ceder a la tentación de caer en el símil o la metáfora fácil ni en la adjetivación innecesaria. Logra de esta manera crear textos originales y novedosos que sorprenden por su sencillez y calidad literaria.

Otro atractivo que posee el libro de Torres es el singular manejo que tiene del “suspense”. Aún cuando en ocasiones uno puede adivinar o intuir el desenlace, el autor logra mantener la tensión y la curiosidad hasta la última línea del texto. Tal vez por esta capacidad en el manejo del suspenso y por el tratamiento del tema de lo femenino es que por mi mente se cruzó en varias oportunidades el cuento “Circe” de Julio Cortázar, mientras disfrutaba de las historias de “El regalo de Pandora”.

Héctor nos cuenta historias de mujeres u originadas por mujeres. En ocasiones lo hace en primera persona, otras, desde la voz del narrador omnipresente y también a tres voces como lo hace en el cuento “No le contó

nada a Andrea” en el que la historia es narrada desde la perspectiva de cada uno de los tres personajes principales. Pero, sea quien sea el que tenga a su cargo relatar los hechos, lo que más me gusta es que el autor no se toma la licencia de juzgar lo narrado. El presenta la historia y ya queda de parte del lector establecer los juicios ético-morales. No hay ni un atisbo de prejuicio cuando Héctor nos habla del adulterio, del incesto, del robo o del asesinato. No hace concesiones ni cae en moralismos pacatos o en castigos divinos  cuando cuenta hechos que, a la mayoría de las personas educadas en el judeo-cristianismo y con la culpa enraizada en su personalidad, podrían horrorizar.

“El regalo de Pandora” bien vale el bolívar que cuesta cada página escrita por Héctor Torres. La edición que ha hecho Ficción Breve Libros es realmente cuidada, sin errores ortográficos ni de tipeos, cosa que se agradece al momento de disfrutar una buena lectura.

«Sangre en el diván» o cómo hacer extraordinario el caso del Dr. Chirinos

Publicado en

Sangre en el Diván (Grijalbo, 2010)

 

Acabo de terminar de leer “Sangre en el diván. El extraordinario caso del Dr. Chirinos”, (Grijalbo, 2010) el más reciente libro de la periodista Ibéyise Pacheco. Sin duda, es un esfuerzo encomiable y valiente, un trabajo arduo de la autora para recopilar la información del caso del asesinato de la joven Roxana Vargas a manos de su siquiatra, el reconocido ex rector de la Universidad  Central de Venezuela, Edmundo Chirinos.

Pese al valor que innegablemente tiene el libro como documento y registro del sonado caso, al leerlo, no he podido dejar de tener algunas reservas en cuanto a la calidad literaria y al manejo de la información allí presentada como reportaje policial.

No me voy a afincar en algunas lamentables expresiones que subestiman a la población del interior del país como cuando se afirma, refiriéndose a la madre de la víctima:

A pesar de ser de la provincia, había educado a sus hijas para que le confiaran hasta sus pensamientos íntimos…” (El resaltado es mío)

De verdad que no entendí a qué se refiere la autora con esta afirmación. ¿Acaso las personas de provincia no educan a sus hijas  para que confíen en ellas? ¿Si las educan de esa forma las de la capital? Es algo sin importancia pero que a mí, como persona del interior, me choca por encontrarla arrogante y discriminatoria.

Tampoco haré hincapié en algunos errores de tipeo y de sintaxis que, aunque no deberían existir en una publicación seria, siempre son posibles y, en muchos casos se le atribuyen a los duendes de la imprenta. Tampoco profundizaré en  la abundancia de lugares comunes a la hora de narrar y describir hechos y situaciones.

 No obstante, me parece que debo recalcar un error de redacción que, aunque podría pasar como un asunto de estilo, no lo es y es una de las primeras lecciones que a uno le dan al estudiar Comunicación Social en la cátedra de redacción. Dice en el libro:

“La historia conmovió de inmediato al país. Era un miércoles l9 de septiembre de l984. Los estudiantes venían a la Plaza del Rectorado como protesta por el mal estado y servicio del comedor, y el rector, al enterarse, llamó al Ministro del Interior, Octavio Lepage, para solicitarle que impidiera el paso a los estudiantes, a como diera lugar.” (El resaltado es mío).

Para hacerlo corto, el  mes septiembre de 1984 sólo tuvo “un miércoles 19”, por lo tanto, es un error formular la oración de la manera mostrada. Debería decir “El miércoles l9 de septiembre de l984” o “Un miércoles de septiembre de 1984”.

Pero como digo, son cosas sin mayor importancia en las que no vale la pena ahondar más. Lo que sí considero importante es la manera de manejar y presentar la información.

Primero que nada, considero que al libro le haría falta una buena dosis de tijera. Eliminar bastante información que se repite en varias partes de la obra sin ninguna necesidad y que llega a resultar hasta aburrida. La reiteración de la información podría resultar necesaria en el caso de un reportaje publicado por entregas en el que podría ser útil recordar cierta información, no así en la realización de un libro.

El principal problema que le encuentro a “Sangre en el Diván” es que no es un reportaje en el sentido estricto de la palabra ni tampoco una novela o una historia novelada.

La autora parece mostrar cierto empeño desde el principio en presentar a Edmundo Chirinos como una especie de monstruo, llegando incluso a dejar entre líneas la posibilidad de que el siquiatra sea un asesino en serie, comparable, como lo expone en varios relatos del texto, a Hannibal Lecter, personaje cinematográfico recordado por la mayoría por el film “El silencio de los inocentes”, protagonizado magistralmente por Anthony Hopkins en el papel del sicópata homicida.

Si bien es cierto que lo hecho por Chirinos es un acto aberrante y monstruoso, reprobable tanto desde el punto de vista de la ética profesional como de la moral, que se paga con cárcel como en efecto lo está haciendo el siquiatra, hasta donde se sabe y hasta donde ha conocido la justicia, no se puede decir o insinuar que Chirinos es un homicida en serie como se deja entrever en el libro de Pacheco. Hasta que surja una nueva denuncia y juicio al respecto, Chirinos, según la justicia, es sólo responsable de la muerte de Roxana Vargas y de tener en su poder 1200 fotografías de mujeres desnudas o semidesnudas, algunas dopadas según se desprende del libro.

Repito, hasta donde se conoce, esos son los hechos. Lo demás son especulaciones de la autora y de las personas entrevistadas para la realización de libro. Como es especulación el decir o insinuar que un vigilante pudo no sólo haber ayudado a Chirinos con la desaparición del cadáver de Roxana, sino que tal vez participaba de los actos lascivos junto con el siquiatra.

En esa parte también haría falta un buen recorte, como la haría en los testimonios de los expertos que, en algunas ocasiones más parecen chismes de tertulianas de la prensa del  corazón que declaraciones serias para un reportaje. No voy a decir que bien podría la autora habernos ahorrado las descripciones detalladas y hasta cierto punto escabrosas y amarillistas de los procesos de exhumación y autopsia de la víctima. Digamos que eso forma parte de un estilo periodístico que, aunque no es de mi agrado, se ha extendido en todo el mundo y que vende porque tiene su público. Pero sí es necesario que quede bien separado lo que es simple especulación de los entrevistados de lo que puede tener un basamento científico.

Todo lo que puede formar parte de las especulaciones de los entrevistados, por muy expertos que sean, ha debido ser suprimido en el texto, dejar asentado sólo lo que tiene un valor científico, que aporte datos importantes para la elaboración del reportaje. Está de más que en varias oportunidades se insinúe una posible homosexualidad o bisexualidad de Chirinos basados en su amaneramiento, muy acorde con la personalidad del seductor, por cierto, que se muestra refinado y galante para conquistar.  De la bisexualidad del siquiatra no parece haber más pruebas que rumores y chismes, en un país bastante homófobo donde, por lo demás, es un deporte decirle a alguien homosexual cuando se quiere descalificar.

Otra posibilidad habría sido que la autora se dedicara a hacer una novela policíaca con la información recabada. Que creara unos personajes a los cuales perfectamente podría poner a decir todo lo que a primera vista forma parte de especulaciones, suposiciones o chismes.

Tal vez una novela que podría comenzar con este párrafo del libro:

“El comisario Orlando Arias, a pesar de tener casi cinco años de jubilado, no faltaba a su rutina de comprarse los principales diarios del país, y antes de tomarse su primer café abría la página de sucesos. Leía los diarios de atrás para delante. Así se lo había enseñado su padre, legendario investigador cuando la época democrática en la segunda mitad del siglo XX. Orlando repetía que a pesar de su retiro obligado seguiría siendo policía.

La información de Roxana llamó su atención. La mención de Chirinos en el caso le recordó una denuncia que se había recibido en el organismo policial, unos l5 años atrás, de un extraño robo en su residencia…”

Y a partir de allí armar todo un entramado de suspenso en el que los detectives buscan la verdad hasta encontrarla y hacer que el culpable pague por su delito.

Qué tal una historia en la que, como sostiene la mamá de Roxana, la víctima haría lo imposible por hacer que su victimario pague por sus delitos. Es por eso que aturdida por los golpes que le asestara el siquiatra contra el diván y la pared, Roxana, consciente de que está viviendo sus últimos minutos, se arranca un zarcillo y lo tira sobre la alfombra para que quede como evidencia de  que ella estuvo allí al momento de morir y que sirva para inculpar a su seductor siquiatra.

Esto es sólo un ejercicio de imaginación para mostrar lo que se podría haber hecho en el campo de la ficción con la información obtenida por la periodista y que en ese caso sería perfectamente válido que los personajes hablaran y especularan. Lo que no me parece acertado al tratarse de un reportaje.

Por último, “Sangre en el diván” tiene dos aspectos más que me molestaron al leerlo. Primero, un cierto empeño de la autora en vincular de manera forzada el caso de Roxana con la figura del presidente Chávez porque, si  bien es cierto que él no pierde oportunidad para interferir con la administración de justicia en el país, llegando incluso a ordenar sentencias en cadena nacional, en este caso parece haberse mostrado comedido y al margen. Segundo, el anexo de la entrevista de Miyó Vestrini a Edmundo Chirinos, haciendo hincapié en la presentación de que la periodista había sido paciente del siquiatra y que unos meses después de esa conversación se suicidó. Ese anexo me dejó ciertas lecturas entrelíneas. ¿Acaso se pretende hacer ver que Chirinos pudo haber inducido a Miyó al suicidio? ¿Por qué ese anexo que en realidad no aporta mayor información ni al caso de Roxana ni a la investigación? Seguro estoy que existen muchas más entrevistas y declaraciones del siquiatra que podrían aportar más sobre su polémica, narcisista, enferma y seductora personalidad que la publicada como anexo de este libro.

Creo que la información contenida en “Sangre en el diván” puede ser la base para un buen libro bien sea periodístico o de ficción. A mi entender, lo leído, no puede ser considerado como una buena obra.

De Twitter, boleros y recuerdos

 

La magia del Twitter puso entre mis amigos a Elsy Manzanares y la magia de su libro «La noche de anoche» sobre el bolero, me hizo reconocer cómo esté género de la canción amorosa ha estado presente en todas las etapas de mi vida

 

Elsy Manzanares es @elsymanzanares en Twitter y esta foto, con su espléndida sonrisa, es la de su avatar

A Elsy Manzanares la conozco como “@elsymanzanares”, así, con la @ antes de su nombre pues es el user name de su cuenta en la red social Twitter. Es decir, nuestra amistad es una amistad 2.0 porque, aunque tenemos amigos en común en el mundo 1.0, el mundo real, nunca hemos tenido oportunidad de compartir personalmente.

Sin embargo, esta amistad virtual a principios de diciembre tuvo su momento 1.0 cuando, por medio de los servicios de un correo rápido, recibí un ejemplar de “La noche de anoche”, como regalo de navidad y autografiado por su autora con este texto:

“Golcar, amigo twittero, transformador desde ese 2.0… Ahora en tiempo de bolero!

Con cariño, Feliz Navidad”.

La magia experimentada al momento de recibir el regalo de Elsy es solo comparable con la vivida al leer las maravillosas líneas escritas en su libro de boleros, una historia tan completa sobre el género, que uno no puede evitar las ganas de escudriñar en la discoteca o en youtube para disfrutar, una vez más, de las canciones de amor y desamor, de pasión y despecho que nos han acompañado a lo largo de nuestra vida.

«La noche de anoche» y mis noches de infancia

Leer el libro “La noche de anoche” de Elsy Manzanares publicado por el Banco de Venezuela, Grupo Santander, ha sido como realizar un viaje a través de mi propia vida. Las magistrales líneas escritas por esta, más que escritora o estudiosa, “vividora” del bolero me han transportado, desde el comienzo de la lectura, a mi más lejana infancia.

El libro de la Manzanares me ha develado cómo el bolero y la radio, sin darme cuenta, han estado presentes en la mayor parte de los momentos de mi vida, como supongo que le pasará a la mayoría de los latinoamericanos que se acerquen a sus páginas.

Mientras leía el capítulo dedicado a la radio como pilar fundamental del bolero, no podía evitar recordar cuando, de niño, escuchaba en casa la emisora merideña Radio Universidad. Cómo disfrutábamos en la

Portada del libro de Elsy Manzanares con fotografía de Luis Brito

familia los cuentos de terror que transmitían en las noches y los programas musicales donde nunca faltaba la presencia de los boleros.

Como soy el menor de una familia numerosa, la música con la que crecí no se corresponde con la edad que tengo pues, esa música, era la que escuchaban mis hermanos mayores a quienes desde siempre les gustaron los boleros. Ellos me cuentan que cuando yo apenas tenía unos seis años, La Lupe, a quien Elsy le dedica un capítulo especial, era mi ídolo y que mi anhelo en ese entonces era que mi madre se vistiera y se peinara como ella.

A medida que avanzaba en la lectura, mi mente divagaba por los recuerdos infantiles, volvía a escuchar a Riquelmi, mi hermano mayor, tararear “Campanitas de cristal” o a mi hermana Lala cantando “Magia blanca” o a Moreida, otra de mis ocho hermanas cantando: “Buscaba tu alma, con afán mi alma, buscaba yo la virgen que a mi frente…” canción que me encantaba.

En esa época, La Parroquia era un pueblo pequeño ubicado como a una hora de la capital merideña y la casa paterna estaba ubicada frente a la Plaza Bolívar, donde continúa estando. En dos de las cuatro esquinas de la plaza había sendos bares con sus respectivas rockolas en las que se escuchaba la mayoría de los boleros mencionados en el libro de Elsy.

Cuando yo pasaba frente a esos bares, disminuía el paso para escuchar las canciones reproducidas en discos 45 de acetato, de los que ya no se ven pues fueron sustituidos por los CDs, y para oir las conversaciones gritadas de los contertulios y el sonido de las piezas de dominó al ser barajadas sobre la mesa. Todavía hoy, cierro los ojos y, al rememorar esos instantes, puedo sentir el olor a cerveza y tabaco que salía junto con el ruido y la música por las ventanas de los bares.

Por supuesto, era apenas un niño de unos 8 años de edad y no se me permitía entrar a esos locales de la “mala vida” y, tal vez por esta razón, la fascinación que esos bares me producían se hacía más intensa.

Madrugadas serenateras

“La noche de anoche” me llevó también a las madrugadas de serenatas en mi casa, cuando a altas horas de la noche, se presentaban los amigos de mis hermanos y pretendientes de mis hermanas con guitarra y cuatro en mano a ofrecer sus canciones a las señoritas de la familia. La mayoría de las canciones interpretadas en esas veladas eran boleros, los mismos boleros mencionados por Elsy en su libro, los de Olga Guillot o de Daniel Santos.

Todavía recuerdo la impresión que me produjo cuando escuché, por primera vez la letra de aquel bolero de Daniel Santos cantado por los trovadores en una de esas noches serenateras: “Vengo a decirle adiós a los muchachos, porque pronto me voy para la guerra…”.

Los boleros de Carmen Delia Dippiní y el “Tu sabes” de Estelita del Llano, no podía faltar así como las canciones de Cheo Feliciano, La Lupe o del carrasposo Bola de Nieve.

La Lupe cuenta con un capítulo especial en el libro de Elsy Manzanares

Las líneas de Elsy me llevaron de la mano a otra etapa de mi vida, cuando en San Cristóbal, durante mi vida universitaria, nos reuníamos en casa de amigos y, con una guitarra y unos cuantos tragos, volvían a sonar los acordes de los boleros como Delirio y Punto y coma, que se alternaban con las canciones de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés y con más de un tango.

O cuando íbamos después de clases a una casa cercana a la Universidad donde vendían cervezas, a tertuliar y oir música. Aunque yo no bebía -nunca lo he hecho-, no puedo negar que me emborrachaba con la emoción que me producían los boleros y las animadas conversaciones en las que derrumbábamos el mundo y lo volvíamos a levantar.

Al avanzar en la lectura de La noche de anoche, me consigo con las líneas en las que la Manzanares menciona a Dalila Colombo y Estelita del Llano y, una vez más, mi mente sufre un flashback y me remonto a los momentos vividos en Caracas y a mi amistad con el prematuramente fallecido Manolo Manolo, con quien tuve la oportunidad de asistir en primera fila a uno de sus Shows del Bolero, con las apasionadas interpretaciones de estas divas, junto a Alicia Plaza, quien me confirmó con sus actuaciones que lo que importa para que un bolero llegue al corazón, no es la calidad vocal sino la capacidad que tenga el cantante para transmitir la pasión que encierran esas canciones de amor y despecho, y ¿quién mejor que una buena actriz para lograrlo?

Como quien prolonga un orgasmo

Hace poco dije en twitter que el libro de boleros de Elsy Manzanares lo estaba disfrutando poquito a poquito, como quien degusta un trago sorbo a sobo, como quien prolonga un orgasmo. Y así ha sido, la lectura de «La noche de anoche» ha constituido un verdadero placer y no me queda más que, para finalizar estas líneas, agradecerle a la autora el honor que me hizo tomándose la molestia de enviarme el libro.

Elsy, recibe desde el tesoro que constituyen  mis recuerdos de infancia y juventud mis sonoras GRACIAS y mi caluroso afecto.

P.S NOTA: Para quienes estén interesados en adquirir el libro «La noche de anoche» de Elsy Manzanares, el mismo está a la venta sólo en las librerías El Buscón, en Caracas.